La misión


NO RECUERDO la fecha exacta en que mi padre me habló por primera vez de la misión, quizá fuera un lunes o viernes de pelota o boxeo en la Euskal Telebista, o quizá un sábado de liga o un miércoles de partido europeo de Champions League, pero recuerdo muy bien la insistencia y solemnidad con que me lo repitió en los tres últimos años de su vida, cuando sintió que la muerte se acercaba a pesar de la opinión contraria que sostenía su médico de cabecera, Nicasio, antes me voy a morir yo, respiras como un búfalo, tú nos entierras a todos, etc. Cuando nos quedábamos solos viendo el fútbol o los combates de Boxeo Izarrak o los partidos de pelota a mano que duraban hasta la madrugada, a mi padre le bastaba la mínima calentura del alcohol para volverse a mí y comenzar con su habitual cantinela de lo importante que era para mi futuro evitar a los amigos. Su oposición a la amistad era uno de los pocos consejos que me repetía desde pequeño: para ser bueno y honrado, me recalcaba, no se puede tener amigos. Fue por aquellas fechas, comienzos de 2001, en aquellas charlas forjadoras y cruciales en que imitábamos a Ulises y a Telémaco, cuando dejó de lado sus diatribas contra la amistad y pronunció por primera vez la palabra que acabaría cambiando mi vida:

–Cuando yo muera, recuerda que tienes una misión.
–¿Qué misión?
–Una misión.
–¿Pero qué misión?
–Una misión.

Nunca me explicó el contenido ni los detalles de aquella misión. Durante los tres años siguientes, apenas bebía un vaso de vino o sorbía un poco del whisky que le gustaba echar en una tacita blanca de café, ponía los ojos duros y volvía con gravedad sobre la misión que estaba obligado a cumplir. Por más que le instaba a las precisiones, mi padre se callaba y fingía beber de la copa de whisky o, acorralado y hastiado ante mi insistencia, perdía los nervios y gritaba:

–¡Una misión! ¿No sabes lo que es una misión? ¡Qué cojones te han enseñado en la Universidad! ¡Una misión!

Todavía en el hospital de Cruces, pocos días antes de morir a causa del cáncer de pulmón que lo venía destruyendo desde años antes, mi padre me abundó sobre lo equivocado de tener amigos y volvió sobre la misión que debía desarrollar en Madrid, pues entonces ya le había confesado que deseaba venirme a la capital. Aquella fue la única vez que mi padre añadió algo nuevo:

–Yo no voy a salir de esta cama, pero recuerda que tienes una misión.
–Ya lo sé, aita.
–Y recuerda que en Madrid también manda el PNV.
–¿Cómo?
–En Madrid también manda el PNV. Acuérdate bien de eso.

Mi padre murió el 22 de enero de 2004 y a su muerte me comporté con la habitual frialdad que suelo mostrar en los momentos tristes o luctuosos, en los que nunca logro llorar y me comporto con asombrosa indiferencia ante las personas que aún consiguen hacerlo. Aquella misma noche, sin embargo, a la vuelta a casa, me ocurrió algo extraordinario que no me ha cesado de suceder hasta hoy: en lugar de sentarme en la cama como acostumbraba, me dio por sentarme en el suelo y me puse a escuchar durante horas el sonido de mi respiración. Es un sonido increíble, especial, muy distinto al que escuchaba antes de morir mi padre. Es una respiración extraña.

Es una respiración entrecortada, ansiosa, arrítmica.

Es una respiración como de alguna inminencia.

Es una respiración como de un hombre salido de sus quicios.

Es una respiración como si mi interior ocultara una verdad terrible que no consigo descifrar.

Con esa respiración alquilé una Fiat Iveco en la empresa National Atesa y partí un lunes de octubre hacia Madrid llevando mil euros en el bolsillo, sólo diez meses después de la muerte de mi padre. En el camino paré en el cementerio de Loiu, al que no había vuelto desde el entierro, y, comoquiera que estaba cerrado, salté la verja para llegar al nicho que estaba decorado con un ramo de rosas lacias. Allí estaba. Mi padre.

Nicasio Basterretxea Etxebarria (1936-2004)

Aquella fue la primera de las tres veces que he llorado en los últimos siete años, todas por mi padre, pero nunca lloré tanto y tan largo como en aquella ocasión, arrodillado en la grava del cementerio. Camino de Madrid seguía llorando ante la mirada estupefacta de mi perro Argi, el perro pastor vasco que me acompañaba en el asiento delantero y con el que viajaba solo. La noche anterior había discutido con Iratxe:

–¡Te he dicho que no te acompaño a Madrid! ¡Estás loco!
–Iratxe...
–¡Alberto! ¡La gente se muere! ¡Es ley de vida! ¡Los que se quedan sufren pero lo acaban superando! ¡Te has vuelto loco con la muerte de tu padre y no pienso ayudarte en tu locura!

El 18 de octubre de 2004 entré en Madrid por la autopista A-1 y me puse a vivir en el número 16 de la calle Mira el Sol, un piso de 17 metros cuadrados por el que pagaba 390 euros mensuales de alquiler. Nada más llegar me senté en el suelo y lo primero que hice fue escuchar de nuevo y con el mismo placer del principio el sonido brutal de mi respiración. Es una respiración inexplicable.

Es la respiración de alguien que tiene miedo y está orgulloso de tenerlo.

Es la respiración de alguien que se siente incapaz de nada y capaz de todo.

Es la respiración de un hombre en trance.

Es la respiración de alguien superado por los acontecimientos.

Es una respiración que me empuja a sacrificarme, que me llena de violencia y fantasía, que me dice: “Haz”, “Entrégate”, “No te rindas”, “Adelante”.

Iratxe cambió de opinión al de dos meses y se vino a Madrid para unirse a mis desquiciamientos, pero en los años siguientes comenzó a contemplar con tristeza que sus temores se iban cumpliendo y que yo había emprendido una operación de aniquilamiento del pasado. Cuando en 2008 me llegó la comunicación de que mi tío Hilario había muerto y me correspondían 9000 euros de herencia, no lo dudé: me trasladé con Iratxe a una notaría y rechacé no solo esa herencia, sino también las otras más grandes que me correspondían en el futuro. Me sentía obligado a cortar todos los lazos. A cerrarme todas las salidas. En la notaría, los impresos para rechazar herencias no aparecían y un empleado se creyó obligado a presentarnos excusas:

–Miren, a esta notaría viene mucha gente a reclamar herencias, pero que venga alguien a rechazarlas es algo que no nos había ocurrido desde hace año y medio.

A la hora en que comienzo a escribir estos recuerdos, Argi está muerto e Iratxe, después de aguantar mi cara de túnel con paciencia digna de encomio, acabó abandonándome después de diecisiete años. Tampoco tengo ni un solo amigo y no porque haya querido seguir a rajatabla los consejos de mi padre, sino porque tomarme en serio a una persona de ciudad es algo de lo que hasta ahora no he logrado persuadirme. Por otra parte, no sé nada de mi madre y mis hermanas, las cuales no conocen desde hace quince años ni la dirección de mi domicilio ni mi número de teléfono, y yo mismo no sé ni quiero saber nada de ellas, si están vivas o están muertas, qué más me da. Hasta mi propio nombre, Alberto, ha sido destrozado y sustituido por otro, Batania, que he creado e interiorizado de tal manera que hoy en día, lo mismo cuando sueño dormido o despierto, nunca me dirijo a mí como Alberto sino como vamos, Batania, adelante, Batania, no tengas miedo, Batania.

A veces siento que mis comportamientos de estos años son monstruosos y tengo algún amago de sentirme culpable, pero me basta para superar la tristeza con entrar en mi habitación, apagar la luz y volver a sentarme en el suelo, como hago desde hace siete años, para pasarme tres o cuatro horas a oscuras totalmente absorto en mí mismo, escuchando con pasión mi forma de respirar.

Es la respiración de un loco que cambió el pasado por el futuro.

Es la respiración de un hombre que aún no se ha resuelto.

Es la respiración de alguien que no se pertenece.

Es la respiración de un hombre aplastado por el recuerdo de un muerto.

No hago responsable a nadie. Soy yo el que ha elegido con precisión y frialdad mi manera de destruirme. Ni siquiera soy consciente de ser feliz o ser desgraciado y me da igual: ¿qué me importa ya la felicidad a estas alturas de muerte? Lo único importante es que mi padre ha desaparecido y todo lo que soy, el hombre susto en que me he convertido, se lo adeudo a él. Debo hacerle un homenaje.

Debo cumplir la misión.

La Guerra de las Malvinas


NO SE perdían un solo telediario, al que seguían llamando parte, y al contarme las noticias más sensacionales nunca se olvidaban de referirme el presentador que las había pronunciado, Basterrechea, no sé si te has enterado, los Juegos Olímpicos serán en Barcelona, lo ha dicho Olga Viza, Prosinečki ficha por el Madrid, lo ha dicho Pedro Piqueras, ya hay tres millones de parados, lo ha dicho Elena Sánchez, no les dará vergüenza, etc. También leían muchos periódicos sin fijarse en la fecha: los aldeanos que yo conocí en Lauros daban el mismo valor al periódico de hoy que al de ayer. Era normal encontrárselos sentados en un taburete, a la sombra del portal, leyendo con dificultad un diario de tres meses antes. 

 –Pero hombre, Jesusín, qué haces leyendo un DEIA del año pasado.
–Qué más da. Todos dicen lo mismo.

En el caserío Etxebarri había ejemplares de La Gaceta del Norte una década después de que ese diario cerrara, y yo mismo pude leer, en ejemplares amarilleados de El Correo Español, todas las operaciones militares de la Guerra de las Malvinas, jornada a jornada, ocho o nueve años después de los sucesos. Los aldeanos leían sólo los titulares, claro, o recurrían a mí para que les leyera algunos editoriales o asuntos de calado, porque la mayoría de ellos no estaban completamente alfabetizados y manejaban un vocabulario de muy pocas palabras.

–A ver, Astobieta, tú que tienes estudios, ven aquí.
–Ya estoy.
–¿Qué significa “replicó”?
–¿Replicó? Como “contestó”.
–¡La órdiga! ¿Y por qué no ponen “contestó”? Estos periodistas..., bah. Sólo saben enredar.

A pesar de este fervor, ninguno de aquellos aldeanos, tampoco mi padre, consideraban las versiones de la prensa o de los telediarios más que como majaderías o comedias fantásticas. Consumían prensa y televisión para estar al tanto de las mentiras del mundo y hacerse una idea proyectada de la verdad, pero tenían a los periodistas como meros transmisores de lo que ellos llamaban “accionistas”. El poder, decía mi padre, no estaba en manos del rey ni del presidente ni de los ministros, sino en manos de los “accionistas”. Si el Athletic de Bilbao marchaba mal clasificado, por ejemplo, no se debía al entrenador ni a los jugadores ni a los rivales:

–Hacen falta accionistas. Gente de Neguri. Un De la Sota, por ejemplo. Que venga un De la Sota y verás qué rápido mejora el Athletic.

Los accionistas que se imaginaban mi padre y otros como mi padre eran seres todopoderosos que compraban los árbitros, pactaban los resultados y ordenaban a los jugadores marcar o fallar los penaltis. Mucho antes de “El show de Truman”, los aldeanos de Lauros que conocí daban por hecho que el mundo era eso: mano en la sombra, feria de títeres, Gran Hermano, pacto entre bambalinas, mentira. 

 Tenían sus propias maneras de estar informados. Cuando sucedía algo importante, mi padre arrancaba su erre seis amarillo y se iba a Gatika, donde formaba una troika con otros dos aldeanos, o a Lezama, donde nutría un pentágono con otros locos como él. Las conclusiones a las que llegaban tras horas de debate superaban con mucho el realismo mágico. Recuerdo aquella huelga de transportistas que dejó vacíos los anaqueles de los supermercados; mi padre y su consejo senatorial lo tenían muy claro:

–La huelga la ha organizado Eroski.
–¿Eroski? ¿Qué tiene que ver el supermercado Eroski en esto?
–Está claro. La han organizado para vender los yogures atrasados, la verdura que tienen a punto de tirar, la carne, todo. Se están hinchando a ganar dinero.

Esta manera de razonar valía tanto para asuntos internacionales como para asuntos recoletos. Cuando volvieron los jabalíes a Lauros, por ejemplo, después de años ausentes, y destrozaron algunas cosechas, mi padre arrancó el coche, se reunió con su comité de sabios y volvió enseguida con otra explicación estupefaciente:

–Los franceses. Han sido los franceses.
–¿Franceses? ¿Qué franceses?
–Los franceses no nos pueden ni ver a los vascos. Vienen por la noche con helicópteros y lanzan desde el aire culebras, jabalíes, lukis, de todo. El francés. Menudo bicho el francés.

Yo le hacía notar a mi padre que la aparición inesperada de los jabalíes entraba dentro de lo normal, porque son animales que pueden recorrer más de cuarenta kilómetros en un solo día. O que la historia de sus sabios flojeaba desde el punto de vista logístico, pues no hay manera de lanzar jabalíes desde un helicóptero sin peligro de muerte para los animales:

–Coplas –me decía–, no tienes más que coplas. No sé que te enseñan en el instituto.

También creía a pies juntillas que el hombre no subió a la luna. Que Maradona triunfó mientras tuvo a los accionistas de su parte y se hundió en las drogas cuando éstos le abandonaron. Que el Rey y ETA eran amigos: el asesinato de Carrero Blanco era un favor que ETA le había hecho al Rey para que pudiera coronarse sin tutelas de nadie. Esta descacharrante teoría, aunque parezca mentira, era mayoritaria en los caseríos de Lauros.

–No digáis tonterías –les decía yo–. Hace nada ETA preparó un atentado contra el Rey en Mallorca. Hasta han salido fotos del Rey sacadas por los terroristas.
–Y eso..., –me preguntaban–, ¿cómo lo sabes?
–Joder.., –replicaba yo–, lo sabe todo el mundo. Ha salido en los periódicos, en los telediarios...
–¡Ja! –contestaban triunfales–. No nos digas más. Periodistas. Todo mentira. Todo lo tapan.

Así eran aquellos aldeanos increíbles. No podían sufrir la verdad oficial, la verdad que es mezquina y es pequeña y es mentira. Se reunían a la sombra de un castaño en conciliábulos de queso, chorizo y txakolí y se fabricaban su propia verdad, una verdad que también era mentira pero era asombrosa y grande y era propia. Todavía puedo oír el sonido de los vengativos helicópteros franceses lanzando jabalíes nocturnos en los maizales de Lauros. Puedo ver al Rey guiñando el ojo a Artapalo mientras le entrega un maletín colmado de millones. Puedo recordar la rabia que sentí aquella tarde, al ojear en Etxebarri ejemplares antiguos de El Correo Español, cuando supe por primera vez y con ocho años de retraso que los malditos ingleses habían ganado la Guerra de las Malvinas.

Treinta grados bajo cero


EL REY y ETA estaban unidos, los herribatecos y los peneuvistas eran lo mismo, Fraga y Felipe lo mismo: aquellos aldeanos no tenían duda de que el poder político era una mera coraza al servicio de las alimañas empresariales de Neguri. Se comprende que al llegar el 29 de septiembre, fecha de San Miguel, fiestas patronales de Lauros, con toda la familia reunida en número de hasta veinticinco en mi caserío Astobieta, nunca se discutiera a la hora de los postres sobre política vasca o nacional, porque no hace falta discutir donde todos están de acuerdo. Pero otra cosa muy diferente era la política internacional. En política internacional se sostenían discusiones apasionadas con argumentos diversos y hasta golpes en la mesa. Se hablaba de la Thatcher y de Fidel Castro, del hambre de África y de los japoneses, pero el asunto estrella era la rivalidad entre estadounidenses y soviéticos, esto es: los americanos y los rusos.

–El americano –se escuchaba– es cosa grande. Este caserío, por ejemplo, con su hectárea y pico de terreno y su docena de vacas, es un caserío elegante, no digo que no, pero…, ¿qué es para un americano? El americano viene aquí y se echa a reír.

El que hablaba así era mi tío Txomin, que se fue a América en los años sesenta y había vuelto hipnotizado, al punto de que nadie entendía su regreso. Mi tío no trabajó en USA sino en Canadá, pero consideraba que la cercanía le daba derecho a hablar a todas horas de Kissinger, Nixon o Kennedy, a los que tenía por superhombres a cuyo lado políticos como Arzalluz o Alfonso Guerra le parecían “mamarrachos”. Para mi tío Euskadi era una caja de cerillas y España un botijo con faralaes: discutir sobre si éramos vascos o también españoles le parecía hacer el ridículo. Lo único digno era ser americano.

–El americano –continuaba–, si quiere poner una vaquería, compra cinco mil vacas. Menos no compra. Si quiere dedicarse a la siembra de la patata, compra un terreno de aquí a Guernica, porque con Lauros no tiene ni para empezar. En América hay patatales más grandes que toda Vizcaya.
–¿Toda Vizcaya? –se asombraba alguno de mis primos que, como yo, nunca habían salido del Txorierri. 
 –Más grande. Si vas por California en coche y con el depósito lleno, te juego una cena a que se te acaba la gasolina antes que el campo de patatas. Aquello es la órdiga. Ni una casa, ni una pensión, ni un alma. Sólo patatas. Kilómetros y kilómetros de patatas. Un aldeano americano, él solo, cosecha tantas patatas como para alimentar Bilbao y Baracaldo durante un año.

Aquellas comparaciones numéricas provocaban nuevas controversias, pues todos comenzaban a discutir el número de kilómetros que se pueden hacer en coche con el depósito lleno, o el número de patatas que comen los bilbaínos y los baracaldeses en un año. Algunos hasta pedían papel y bolígrafo para hacer las cuentas exactas. Eran sorprendentes los conocimientos de mi tío Txomin sobre California, él que había trabajado en Canadá. Solía ser por entonces, a esa altura de conversación internacional, cuando surgía una voz entre solemne y avisadora:

–Mucho cuidado con el ruso.

Quien hablaba ahora era la otra cara del folio, el rusófilo de la familia, mi tío Dámaso. Aquel tío no había salido nunca de Lauros, pero poseía una oratoria instintiva y eficacísima que le daba un gran ascendiente en las polémicas sobre alta política. El tío Dámaso alternaba ritmos lentos y silencios prolongados con mímicas varias, frases frenéticas y puñetazos en la mesa. Nadie sabía por qué se había hecho rusófilo.

–Al ruso –comenzaba–, según tengo entendido, nada más nacer lo tiran a una bañera de agua… ¡a treinta grados bajo cero! Y mientras decía eso, con los brazos en alto, fingía que soltaba un niño desde una altura por encima de su cabeza, de tal forma que yo no sabía qué era más peligroso para el bebé ruso, si el agua a treinta grados bajo cero o el castañazo que se iba a pegar si lo dejaban caer desde tan alto.
–¿Treinta grados bajo cero? ¿Un bebé? ¿Y no se mueren? –se atrevía a decir alguna de mis tías.
–¡Claro que se mueren! –contestaba mi tío como una galerna–. ¡Se mueren a punta pala! Pero un ruso menos…, ¡allá cuidaos! ¡Hay rusos a patadas! Sostenía mi tío que los rusos que superaban la prueba de la bañera se convertían en hombres inmunes a todo tipo de peligros, radiaciones atómicas incluidas. Esto último siguió repitiéndolo como cosa sabida hasta el accidente nuclear de Chernòbil; a partir de ahí reculó un poco. Tenía una visión muy particular de la Segunda Guerra Mundial:

–Hitler pensaba llegar a Moscú en diez días, pero no conocía al ruso… A la hora de la verdad…, ¡adiós Hitler! ¡Cada soldado alemán tenía cinco rusos metidos dentro del zapato! ¡Mecagüen sos! ¡Cinco rusos en cada zapato!

Y al decir esto se miraba en el zapato y movía el pie como si lo tuviera lleno de escorpiones, con tal apariencia de veracidad que todos los que ocupaban la mesa contenían la respiración y yo mismo sentía cosquilleos desagradables en mis playeras, repletas de rusos feroces por obra de aquel contador magnífico.

Tenía entonces cinco o seis años y no se me permitía abrir la boca en las conversaciones políticas de los mayores, prohibición que no me levantaron hasta los catorce. Ahora que lo escribo me río mucho, pero a esa edad aquellas polémicas me dejaban verdaderos surcos en la cabeza. Recuerdo una pesadilla que se me repetía por entonces. Me hallaba en medio de un inmenso campo de patatas. No de trigo o de cebada o de maíz, no: de patatas. Caminaba y caminaba buscando una salida, pero se iban sucediendo los días y los meses y nunca conseguía salir. Mi angustia iba creciendo tanto que, al final, me echaba en el suelo y me ponía a llorar, porque entendía que la salida era imposible: me figuraba que el planeta Tierra al completo era un campo de patatas.

Recuerdo otra. Yo era campeón mundial de boxeo. Había retenido el título infinidad de veces. Los negros más grandes y más fuertes habían probado la dureza de mis puños. Me encontraba en el ring, y mi rival era un fideo escuchimizado con el que no tenía ni para empezar. De pronto, sin embargo, el presentador anunció que mi contendiente, Igor Gudianov, había nacido en San Petersburgo, momento en que se me mudaba el semblante y salía huyendo del ring. No se me apartaba de la cabeza, mientras corría muerto de miedo, la maldita bañera de los treinta grados bajo cero por la que habían pasado todos los rusos. Aquella prueba infernal que, según me detalló mi tío Dámaso en una confidencia, “sólo superaba uno de cada tres niños”.

Imposible subir a la luna en creciente


HIGINIO ERA un aldeano feo y sesentón que vivía en el caserío Echebarri, un hombre silvestre con barba de cinco días, camiseta de tirantes y un ejemplar amarillo de El Correo Español en las manos. Siempre vestía de color sucio. Cuando cogió confianza conmigo ya no le importaba echarse un pedo detrás de otro:

–¡Ñoc! –decía–, ahí van las alubias, Basterrechea. Tolosanas, creo. Respira rápido, que el olor se acaba antes.

No tenía coche ni carnet de conducir. Nunca salió de Lauros, salvo cuando fue a Ceuta a cumplir el servicio militar. La mili fue lo único que le pasó en la vida:

–Cuando hice la mili –me contaba–, una cerveza valía dos o tres pesetas. ¿Cuánto cuesta una cerveza ahora? ¿Igual ocho o nueve pesetas, no?
–También cinco duros –le decía yo.

Era lector fervoroso de los titulares de periódicos atrasados, periódicos que le traían a menudo los cazadores: guardaba ejemplares del Deia, del Egin, de El Correo Español y hasta algún Gaurko Express, un diario que duró muy poco.

–Esta Margaret Thatcher –me solía decir mientras se acariciaba la barbilla–, ¿será cierto que es mujer? 
–Claro, Higinio.
–¿Estás seguro?
–Seguro, joder.
–No sé, no sé… ¡Porque tiene unos cojones! ¡Mecagüen sos!

Nunca se le conoció ninguna novia. Con los años se puso tristón, seguramente por estar solo. Con la religión mantenía una relación extraña: aunque era creyente en dios, consideraba que Jesucristo era tan solo un hombre y no de los mejores. Pensaba también que las personas que se ordenaban como sacerdotes lo hacían con el objetivo de ligar más con las mujeres y, en ese sentido, me solía hablar de "los miles de huesos" que se habían hallado en el seminario de Derio, procedentes según él de los abortos de mujeres que se habían quedado embarazadas por curas.

–Los curas –me decía– siempre están pensando en meter pito.

Los asuntos teológicos le apasionaban tanto que comenzó a recibir a los testigos de Jehová, que venían desde Bilbao. Cuando pasaban los testigos de Jehová por Lauros, solo Higinio salía a recibirles. La charla entre ellos fue bien durante tres o cuatro meses, hasta que un día sucedió lo inevitable.

–¡Jesucristo era un hijoputa! –empezó a vociferar Higinio–. ¡Judas sí que era un gran hombre!

Los testigos de Jehová echaron a correr camino de Palatarte y no dejaron de correr ya, porque no hubo más noticia de ellos. Para nosotros fue un alivio, pero Higinio se puso más triste que nunca:

–¿Por qué ya no vienen los testigos de Jehová?
–Joder, Higinio, con la que montaste hace un año, cómo van a volver.
–Bah, por unas palabras... La gente de Bilbao es que no tiene aguante.

Cuando llegaron los años setenta y ochenta, la mayoría de los aldeanos de Lauros se vio superada por la modernidad y la falta de instrucción, e Higinio fue el más perjudicado. Invitado a una boda tras años sin salir de Lauros, y pidiéndole que subiera en ascensor al lugar del convite, sucedió que se quedó más de media hora en el rellano de abajo, mirando fijamente al ascensor. En todo ese tiempo no se le ocurrió que debía pulsar los botones para abrir las puertas.

–Bego solo me dijo que cogiera el ascensor –se justificaba después–. No me habló nada de botones.

En otros asuntos era aún más divertido. En el momento en que mi padre comenzó a propagar con éxito que la llegada del hombre a la luna era propaganda de los americanos, Higinio comenzó a darle cobertura científica:

–Basterrechea, ahí le doy la razón a tu padre. Que el hombre no subió a la luna te lo demuestro matemáticamente.
–Claro que subió, Higinio.
–Falso. Recuerdo como si fuera hoy que aquel día la luna estaba en creciente… ¿Cómo van a subir en creciente? ¡Imposible matemáticamente!
–¿Por qué es imposible si está en creciente?
–Mira qué pregunta. ¡Porque los astronautas se resbalan! ¡Eso es matemático!

Higinio aún vivía cuando yo me vine a Madrid. Nunca logré convencerle de que las diferentes fases de la luna dependen de su posición con respecto al sol y a la Tierra. Tampoco logré convencerle del fenómeno del doblaje. Lo del doblaje surgió el día en que la ETB1 comenzó a emitir en euskera capítulos de Roseanne, serie que a su vez estaba emitiendo TVE2 en castellano. Fue cuando Higinio me dijo:

–Los actores de Dallas, Falcon Crest o La ley de Los Ángeles no valen ni para tomar por culo comparados con los de Roseanne. Ahí los tienes: los de Roseanne saben perfectamente tanto el euskera como el castellano.
–Que no, Higinio. No creo que los de Roseanne sepan castellano, mucho menos euskera. Lo que te garantizo es que saben inglés.
–Ya empiezas, Basterrechea. Como con la luna. Cuánto te gusta joder.

No había manera. Con el tiempo, además, me he dado cuenta de que tenía bastante razón, porque todas sus explicaciones eran sencillas y lógicas, y las mías eran inverosímiles y tan abstrusas que ríete de las que daban los testigos de Jehová. ¿Cómo creerse que la parte de luna visible se debe a la luz del sol que vemos reflejada sobre ella dependiendo de puntuales posiciones de la tierra, el sol y la propia luna? ¿Cómo creerse que la voz de John Wayne no es la de John Wayne, sino la de, pongamos, un canijo cobarde de Móstoles que, convocado en un estudio, la hace coincidir perfectamente con los movimientos de su boca? ¿Cómo creerse que la voz de Angelina Jolie puede pertenecer a una mujer cien veces más fea y más gorda y más baja y más vieja? Aún recuerdo lo poco satisfecho que le dejaban a Higinio mis explicaciones, y cómo me repetía, a partir de que yo le hiciera las primeras objeciones, la misma cantinela:

–Cómo te han jodido en la escuela, Basterrechea. Cómo te han jodido. Pensaba que eras la esperanza de Lauros, pero te vas a quedar en nada.


El niño que cogía las abejas con la mano


LOS COMPORTAMIENTOS de mi padre y aquellos aldeanos geniales no respetaban las reglas de la verosimilitud y tampoco lo hacía yo, qué le voy a hacer. De esta anormalidad me pude dar cuenta por primera vez a los seis años, cuando comencé a estudiar en el colegio Amor Misericordioso de Larrondo.

–Oye, chaval, ¿tú eres el de las abejas?
–Sí.
–¿Por qué no coges una?
–Vale.

Mi primer año en la escuela transcurrió con normalidad durante los seis primeros meses, con las habituales timideces y lloriqueos de los estrenos, pero al llegar la primavera fui trastornado por una noticia que comenzó a circular de aula en aula, una noticia sensacional: existía un niño en primero de EGB que cogía las abejas con la mano. El niño era yo.

–Te lo juro, Susana, las coge con la mano.
–Cállate.
–Ya verás. En el recreo le digo que coja una. Flipante.

La novedad se extendió con rapidez y dio lugar a muchas especulaciones. Unos decían que las abejas no me picaban porque yo tenía olor a vaca; otros me acusaban de tramposo; otros pensaban que estaba loco; otros sostenían que lo mío sólo era una racha de suerte. El episodio llegó a oídos del profe Goyo, que daba clases en octavo de EGB y era experto en química. Goyo nos solía hacer demostraciones de magia o se llenaba la lengua con la ceniza del cigarro en cada reunión anual del Día de la Familia. Aquel profesor me vio varias veces, examinó mi procedimiento y sentenció:

–No es magia, es valor y técnica. Las abejas no le van a picar nunca, no pueden.

Mi procedimiento consistía en aprovechar el medio segundo que transcurre desde que la abeja se posa en la flor y comienza a extraerle el jugo. En ese instante crítico, actuando lo más rápido posible con mis dedos índice y pulgar, asía a la abeja por las costillas, de forma que mis dedos quedaban a salvo tanto de su boca como de su aguijón. Comoquiera que además apretaba un poco, la abeja se quedaba sin aire y se sumergía en una suerte de anestesia. Cuando, al de quince o veinte segundos, después de enseñar mano en alto la abeja a la concurrencia, la volvía a soltar, el pobre insecto tampoco tenía la ocasión de vengarse, porque caía al suelo desmayado y no se despertaba hasta medio minuto más tarde. El único problema de esta técnica de cazar abejas con la mano es que a veces apretaba demasiado con los dos dedos y mataba a la abeja, pero cuando ocurría eso tampoco sentía muchos remordimientos porque, como decía mi tío a propósito de los rusos, hay abejas a punta pala y, una más o menos en el mundo, allá cuidados.

Esta técnica la empleaba también con las de mi caserío, pero los aldeanos de Lauros nunca se mostraron impresionados por mis capturas, sino que me ignoraban o se limitaban a decirme que dejara en paz a las pobres abejas. En el colegio, sin embargo, descubrí que los demás lo consideraban una hazaña. Todos los alumnos, que procedían de zonas no rurales como Sondika y Derio, alucinaban conmigo y me convirtieron en una sola semana en el chico más popular de primero de EGB, el único por el que se mostraban interesados los mayores. Los alumnos de sexto, séptimo y octavo nos trataban con mucho asco a los más pequeños, pero conmigo hacían una excepción.

–Sonia, ven. Quiero que veas lo que sabe hacer este canijo.

Mi éxito popular fue enorme y, como sucede en estos casos, dio lugar al nacimiento de los envidiosos y los imitadores. Hubo quien intentó aprender mi técnica, pero como lo intentaba con precipitación y sólo por impresionar a las chicas, fracasaba fácilmente y era picado por las abejas. Fue entonces cuando la travesura se salió de su cauce. Las monjas del colegio entendieron que el culpable de aquellas picaduras era yo y me llamaron al despacho; aquella fue la primera vez.

–Alberto –me dijo la hermana Sagrario–, que sea la última vez que te veo cogiendo abejas. Por tu culpa han picado a tres chicos.
–¿Qué culpa tengo yo? –repuse.
–¡Claro que es culpa tuya! –replicó–. ¡A nadie de este colegio se le ha ocurrido nunca coger abejas con la mano hasta que tú has llegado! Te recuerdo que las abejas son criaturas del Señor, iguales que tú: ¿te gustaría que te hicieran a ti lo que tú haces con ellas?

El problema se complicó en las tutorías de esa evaluación, la tercera, pues la profesora Edurne se lo contó a mi madre y mi madre me dio tres bofetones que, si los hubiera recibido ahora, con treinta y seis años, ni los habría sentido, pero hay que ver el daño que hacen cuando eres pequeño. En las fiestas de San Miguel la famosa caza de abejas también fue la comidilla obligatoria:

–Piedad –preguntó la tía Maritere–, ¿qué tal Alberto? ¿No ha comenzado en Larrondo este año?
–Calla, calla, Maritere –respondió mi madre–. Si te cuento, te echas a reír.
–¿Qué ha pasado?
–¡Pues no te mata que el tonto se dedica en los recreos a cazar abejas con la mano, como si estuviera viviendo aquí, en el caserío!

La gente rompía a reír y mi madre, crecida, viendo que la historia triunfaba, seguía:

–Según me ha dicho la tutora, el insustancial sale en el recreo a las dos campas que hay en el patio y lleva detrás a una tropa de doce o quince críos de todos los cursos que van mirando cómo coge las abejas. ¡El payaso de feria, vamos! ¡Tonto rematado!

La tempestad del primer año pasó y mi popularidad decayó un poco, porque lo extravagante que se repite acaba neutralizándose, pero cada vez que llegaba la primavera, sobre todo las dos primeras semanas, volvía a ser el centro de las miradas. Todavía continué cazando abejas dos o tres años, pensando que lo hacía de forma clandestina, pero en cuarto de EGB me llamó al despacho la hermana Irene, que no era cualquier monja. Irene era la superiora y me recibió con cara muy solemne.

–Alberto –me dijo–. Ya nos hemos cansado. A partir de ahora, puedes cazar las abejas que quieras. Tú sabrás lo que haces. Sólo deseo hacerte una pregunta para que la pienses esta noche en la almohada: ¿qué quieres ser en la vida, un hombre de provecho o un cazador de abejas?

Aquella pregunta me afectó mucho. Nunca, en la sala de profesores, me había hablado nadie así, dejándome la respuesta a mi entera libertad. Entonces yo no era tan inteligente como para saber que aquella monja había empleado conmigo un truco de gran comunicadora, de modo que aquella noche reflexioné y llegué a la conclusión de que la caza de abejas con la mano era poca cosa, por mucho que impactara tanto a las chicas de séptimo y octavo y me hiciera tan popular. No, me juré, yo no iba a ser cazador manual de abejas: lo que yo iba a ser de mayor era futbolista, ciclista o boxeador.

Ya no cogí más abejas con la mano. Tampoco me convertí en un hombre de provecho. Todavía, con veinte y veinticinco años, había gente que me recordaba aquel episodio en Sondika o en Derio. Hace unos diez años, incluso, gané una cena a un pelotari de Plentzia que no se la creía. Después de diecisiete años sin coger abejas, tuve que hacerle una demostración en la que pasé un miedo terrible, porque ya no era aquel niño que las cogía con naturalidad. Aquel niño nunca fallaba porque nunca se le pasó por la cabeza la posibilidad del error.

Luego, muchos años más tarde, al recordar esta historia, he pensado que es mucho más importante para mí de lo que parece a primera vista. Quizá me marcó. Fueron las abejas las que me convirtieron en el más popular de mi clase, las que fundaron en mí la necesidad de que los demás me miraran. También fui popular en el instituto, ya sin abejas, y luego en la universidad, y luego en los frontones. No sé. Como si de las abejas de los seis años a mis poemas o pintadas de los cuarenta no hubiera ni un solo centímetro, sino la misma búsqueda de los ojos grandes de las chicas de séptimo y octavo de EGB, aquellas chicas que ya tenían tetas y todo, que me seguían y me miraban a mí. A mí, joder, a mí. El niño que cogía las abejas con la mano.



Mil bombarderos por minuto


A LOS catorce años me levantaron el veto de la minoría de edad y comencé a participar en las conversaciones de alta política de los mayores. La primera prueba llegó en la comida que se celebraba en las fiestas patronales de San Miguel. A la hora del postre y el café, se debatió sobre quién ganaría una guerra entre americanos y rusos. La discusión era un clásico de todos los años. La comenzaba mi tío Txomin, el americanófilo:

—El americano está preparado. En cuanto llegue la guerra, el americano cierra las empresas, las escuelas y hasta suspende el campeonato de béisbol. ¡Todos a fabricar bombas! ¡Látigo! Lo mismo los niños que las mujeres. ¡Bombas a punta pala! ¡Doscientos cincuenta millones de personas trabajando de lunes a domingo en dos turnos de doce horas! ¡Mil bombarderos por minuto!
—Muchos bombarderos por minuto me parecen —le contestaba Dámaso, el rusófilo—. Que tengan cuidado con tantos bombarderos, porque no van a caber en el cielo.
—¡Se ancha el cielo si es necesario! —se sulfuraba Txomin—. El americano no se para. ¿Hacen falta un millón de fusiles para el jueves? Se hacen un millón de fusiles para el jueves. ¿Hacen falta cien mil carros de combate? Ahí tienes tus cien mil carros de combate. Sin fallo. Tecnología californiana. En un día.

Yo esperaba mi oportunidad. Me había preparado para esa fecha como para un examen, aunque debía esperar a las intervenciones de los mayores. Ahora era el turno de mi tío Dámaso, el prorruso. Dámaso comenzó recordándonos la bañera a treinta grados bajo cero en la que metían, nada más nacer, a todos los bebés rusos. Luego entró en detalles:

—El ruso se ríe de las bombas. Según se ve, esto está demostrado, el ruso puede caminar sesenta kilómetros al día sin comer nada. Nada. Ni un poco de chorizo. El ruso está enseñado. No siente el dolor. Y tienen a Siberia…

Aquí, en el momento en que citó “Siberia”, Dámaso recurrió a uno de sus trucos de orador: se levantó, fue hasta la puerta, se aseguró de que estuviera bien cerrada, y luego, al volver a sentarse, bajó la voz hasta extremos casi inaudibles:

—Nadie sabe lo que hay en Siberia. Nadie. Ni el mismo ruso lo sabe. No hay mapas. Según tengo entendido, allí no puedes alejarte un metro de tu casa. Algunos rusos han salido en busca de un poco de leña y no han vuelto más. Nunca se encontraron sus cadáveres. Esto es cierto. El americano puede llegar a Moscú, pero en cuanto llegue a Siberia…, ¡mecagüen sos! ¡Adiós John Wayne! ¡El fin de América!

Y dibujaba un panorama catastrófico, donde los bombarderos americanos avanzaban triunfales por territorio ruso hasta que alcanzaban Siberia. Allí empezaban a fallar las comunicaciones por radio y los pilotos, enloquecidos, se precipitaban contra el suelo o acababan disparándose entre ellos hasta hacer, como él decía, “mermelada de americanos”. Pero entonces mi tía Águeda dijo:

—A mí me gustaría saber qué opina Alberto sobre esto.

Era mi momento. Me sentía como en la primera comunión. Todos me escuchaban con esa sonrisa condescendiente que ponen los mayores con los que se estrenan. Venía precedido por mis ristras de sobresalientes en la EGB y por una fama de niño mágico que ya leía los editoriales de los diarios con sólo nueve años. Pero había que demostrarlo. Hablé:

—Para empezar, entiendo que la guerra se desarrollaría de acuerdo a la Convención de Ginebra y se efectuaría con armamento convencional, porque, en caso de guerra nuclear, tanto los estadounidenses como los soviéticos poseen arsenal suficiente para destruir varias veces el planeta. En una hipótesis atómica no ganaría ninguno de los dos, sino que vencería la muerte y desaparecería la humanidad. Partiendo de que la guerra se desarrollaría con armamento convencional, la Unión Soviética dispone de mayor arsenal bélico, mayor número de aviones de guerra y superioridad espacial; los Estados Unidos, en cambio, disponen de superioridad marina y tecnológica. El ejército de la Unión Soviética está formado por cinco millones de soldados frente al millón y medio de los Estados Unidos, pero estos están mejor equipados y entrenados. También habría que considerar las alianzas: los Estados Unidos contarían con la OTAN, la mayor organización militar del mundo, muy superior a los países que conforman el Pacto de Varsovia, pero no hay que olvidar que países con la importancia geoestratégica de China, Cuba, Nicaragua o los que integran la Liga Árabe actuarían en favor de los intereses soviéticos. Se debe tener en cuenta también lo difícil que sería para los dos países la ocupación del territorio enemigo: los Estados Unidos jamás han sufrido la presencia de tropas extranjeras desde que lograron la independencia, salvo una estadía coyuntural del ejército francés en el siglo XIX, y tuvieron el acierto de comprar Alaska a los zares hace un siglo, territorio que les protege de una posible incursión por el Estrecho de Bering. Los soviéticos, por su parte, poseen un territorio inabarcable, casi diez veces mayor que el de su enemigo, y cuentan con el general invierno, factor contra el que se estrellaron Napoleón, Carlos XII o Hitler. La guerra, en definitiva, sería larga, costosa y, ganara quien la ganara, sólo traería el debilitamiento de los dos países en favor de Japón, Alemania o China, que se postularían como las nuevas superpotencias.

Me callé. Todos me miraban de hito en hito. En sus miradas comprobé el impacto tremendo que había causado. Nadie hablaba. Sólo mi primo Aitor se atrevió a decir una palabra, una sola:

—Ostras.

De pronto se armó el gran revuelo. Mis tías comenzaron a felicitarme. Ya me veían de conferenciante, de estadista, de capitán del mundo. Al otro lado, mi tío Txomin y mi tío Dámaso no decían nada. Estaban avergonzados, humillados. Sólo al final, no pudiendo resistir mi victoria, el tío Txomin dijo:

—Si hubiera tenido las oportunidades de este chico, quién sabe qué personalidad no habría sido yo. Un Churchill, por lo menos. Un Kissinger.

La modernidad caía a plomo sobre ellos. Y la modernidad era yo. Todos los saberes mechados de costumbre y superstición iban a ser aniquilados por mis sucesivas intervenciones en los cafés de aquellas fiestas. La Lauros mágica, el producto de cien generaciones de campesinos, iba a ser aplastada por mis libros de Anaya, Edelvives o el pequeño Larousse que me había comprado por mi cuenta.

Qué feliz era entonces. Me veía como la superación de aquel mundo en derrota. Me creía Dios por dármelas de sabiondo entre aquellos aldeanos que sólo habían ido unos pocos años a la escuela.

Qué tarde aprendí que el único saber posible debe ser creativo.

Qué tarde descubrí que mi única posibilidad de resistencia a la uniformación era la recuperación de mi Lauros mítica. Que mi única posibilidad de ser auténtico pasa por rescatar los mecanismos creadores de aquellos seres geniales.

Qué iba a saber yo entonces.


Los negros no saben andar en bicicleta


COMENCÉ A dominar las discusiones con mi verbo fácil y estadístico, cuajado de vocablos técnicos y frases subordinadas, y en muy poco tiempo me forjé una reputación de dialéctico terrible y chico superdotado. Los aldeanos empezaron a temerme y ya no se atrevían a publicar con tanta alegría sus historias de astronautas resbalándose por la luna o franceses lanzando jabalíes desde los helicópteros, porque cada vez que abrían la boca sentían una mirada inquisitiva, la mía, que no estaba dispuesta a dar crédito a semejantes fabulaciones. Creo que me cegué, creo que mi vanidad se pasó de vueltas y no calculé el rencor secreto que mi abuso argumentativo estaba incubando entre aquellos aldeanos. Fue cuando perdí, ay, la discusión sobre los negros en el caserío de mi tío Bernabé.

En aquel tiempo, finales de los ochenta, la Real Sociedad de fútbol decidió acabar con una tradición por la que se nutría tan solo de jugadores vascos y comenzó a contratar extranjeros. Las últimas fugas de jugadores al Barcelona y al Athletic de Bilbao estaban en el centro de la medida. Los aldeanos consintieron el fichaje de Aldridge y más tarde el de Richardson, pero quedaron conmocionados cuando la Real anunció la compra de Dalian Atkinson. El caso es que Atkinson era negro.

En la comida anual a la que nos invitaba mi tío Bernabé en la erandiotarra Goiherri con motivo de la matanza del cerdo, no se habló ni de americanos ni de rusos ni de Fidel Castro. Aquel año los negros fueron el tema monográfico. Creo que nunca escuché más barbaridades juntas en una mesa.

–El negro –comenzó mi tío Bernabé– no quiere ni oír hablar de zapatos. El negro va descalzo. Tú le compras al negro las mejores zapatillas y es en balde. Ni drogado se deja poner las zapatillas. Antes te mata.
–El negro de América –decía mi tío Txomin, el americanófilo, que siempre conseguía arrimar el ascua a su sardina– es cosa grande, pero el negro de África no tiene más que ignorancia. No sabe ni las cuatro reglas. Según tengo oídas, Toshack le tiene que decir a Atkinson cinco veces por partido dónde está la portería contraria, porque se le olvida.
–El negro es salvaje –decía mi padre–. El negro es una mezcla de hombre y de mono. Eso está escrito. Así nos decía la maestra en la escuela.

Yo me multiplicaba ante aquellos ataques. A mi padre le dije que las tonterías que contaba en los años cuarenta una maestra franquista no tenían mayor credibilidad; a mi tío Txomin le recordé que el negro americano procede de África y que los estudios científicos serios niegan que ninguna raza sea genéticamente más inteligente que otra, y a mi tío Fermín también le di lo suyo:

–Tío, por favor, no creas que todos los negros viven en tribus como en las películas de Tarzán o corren descalzos como Abebe Bikila. La mayoría de los negros africanos son pobres, pero viven en ciudades y van calzados.

Pero era en vano, y para colmo las vías de agua se me multiplicaban. Ahora era el turno de mi primo José Antonio, que sólo tenía cuarenta años pero ya apuntaba las maneras de sus padres. Mi primo sostenía que el Real Madrid, el Barcelona, el Liverpool y la Juventus tenían cientos de ojeadores en África con el solo propósito de reclutar nuevas estrellas mundiales:

–Según se ve –aseguraba–, están allí como si fueran turistas y se esconden con un cronómetro detrás de los matorrales. Cuando ven a los negros correr detrás de los búfalos, ¡zas!, ponen en marcha el cronómetro y les miden la velocidad. A los más rápidos los contratan y se los traen aquí. Esto es cierto. 
–Pero… –decía mi tía Carmen–, ¿el negro tiene ganas de venir aquí, con el frío que hace?
–¿El negro? Al negro le enseñas un poco de chorizo o un plato de porrusalda y se viene contigo al acto. Se pone tan nervioso que ni se despide de la madre. ¿No ves que allí no hay más que hambre?

Yo me desesperaba, pero no por ello abandoné mi vía argumentativa. Negué que los mejores futbolistas negros procedieran sólo de África, sino del Surinam, la Guayana francesa o los barrios pobres de Amsterdam, donde el Ajax había formado la mejor cantera del mundo. De hecho, Atkinson era británico. También negué que los negros corrieran detrás de los búfalos y que todos ellos fueran obligatoriamente veloces.

–¡Cómo que el negro no es rápido! –me respondía mi tío Dámaso, hasta entonces en silencio–. ¡El negro es como la electricidad! El negro, fíjate lo que te digo, es capaz de sacar un córner y rematarlo. ¡Mecagüen sos! ¡Saca el córner y lo remata él!

Comencé a sentirme desbordado, pero lo peor estaba por llegar. Fue cuando mi tío Bernabé, el anfitrión, recuperó la palabra y dijo con mucha seguridad:

–El negro no sabe andar en bicicleta. Eso está demostrado.

Nada más escuchar tamaña estupidez me dispuse a contestar, pero mi tío Bernabé advirtió mi ademán y se adelantó:

–¡Alberto! Responde a esta pregunta: ¿has visto algún negro en bicicleta?

Se hizo el silencio y todas las miradas se posaron sobre mí. Yo intenté recordar los negros que había visto por televisión, pero por más vueltas que le daba no me venía ningún negro en bicicleta. Recordaba a los colombianos Lucho Herrera, a Fabio Parra, a Farfán, que eran algo mestizos, pero no recordaba ningún negro-negro. A todo esto, los segundos pasaban y los rostros de los comensales comenzaban a perder su confianza en mí. Estaba perdiendo el debate.

–Bernabé tiene razón –exclamó al fin mi tío José–. Yo tampoco he visto nunca un negro en bicicleta.
–Yo tampoco lo he visto –dijo mi padre–. Eso es cierto.
–Yo tampoco –dijo el tío Dámaso–.
–¿Negro en bicicleta? –se preguntaba mi prima Maite–. Yo no.
–Yo tampoco –decía José Antonio.

Hasta mi madre se puso de su parte y dijo que ella tampoco había visto nunca un negro en bicicleta. Yo seguía en mi asiento, impotente, estrujándome la cabeza, y en la mirada satisfecha de Bernabé y en la de los otros pude advertir mi derrota. Se desató la algarabía. Me habían ganado.

Aquel fracaso me hizo pensar mucho. ¿Cómo no había sido capaz de defender con éxito una causa tan obvia? ¿Cómo me había dejado derrotar por aquellos racistas galopantes? Sí, es cierto que no había visto un negro en bicicleta, igual que no había visto un negro a caballo o a un negro bebiendo coca-cola: creo que fue a los dieciséis o diecisiete años cuando vi con mis propios ojos, en la calle San Francisco de Bilbao, a los primeros negros de mi vida. El problema no era ese: el problema era que yo me empeñaba en imponerme a aquellos aldeanos por la vía demostrativa, llenando todas mis intervenciones de frases, nombres, estadísticas y otros fárragos, mientras que ellos se dedicaban solamente a fabular. Eran mucho más eficaces y sugerentes sus historias de negros descalzos y ojeadores del Real Madrid escondidos con el cronómetro detrás de los matorrales, aunque no fueran ciertas, que todas mis estadísticas somníferas sobre el número de jugadores negros que sacaba anualmente la cantera del Ajax de Amsterdam, aunque fueran ciertas.

Concluí que las discusiones no se ganan con argumentos sino con fascinaciones. El Lauros viejo se había cobrado una victoria aquel día sobre el Lauros incipiente, pero había tomado nota.

No me iban a ganar más.

El Partido


EL PARTIDO dominaba también en Sondika, en Mungia o en Bilbao, pero allí sólo era un partido en minúscula que se ceñía a lo político. En Lauros, en cambio, el Partido extendía su férula hasta convertirse en la única sociedad posible. El cura era del Partido, los monaguillos eran del Partido, el veterinario era del Partido, el alguacil era del Partido, el entrenador de fútbol era del Partido, los desafíos deportivos los regulaba el Partido, las chocolatadas y las fiestas las organizaba el Partido, los homenajes los montaba el Partido y para el Partido. Si querías abrir un negocio debías preguntar al Partido y también para cerrarlo, para hacer una obra y para no hacerla, para vender un terreno y para no venderlo. Mi tío Hilario me instaba a afiliarme:

–¿Ya te has afiliado al Partido?
–¿A qué partido, tío?
–A qué partido va a ser. Al único que hay.
–Todavía no.
–Sigue así. Luego no te quejes si te quedas en el paro.

Cuando llegó la democracia, el Partido se movilizó para ganar las elecciones. Esperaba arrasar y lo hizo. Pero entonces sucedió algo imprevisto y extraordinario que iba a recordar toda mi vida: mi padre decidió votar a UCD. No se conformó solamente con votarlo, sino que lo fue extendiendo por los caseríos de Lauros:

–Pues yo voy a votar a Suárez.

Aquello era un escándalo. En esos tiempos, antes de que Lauros comenzara a poblarse de chalets, todos votaban al Partido. Siempre salía algún hijo descarriado que votaba a Herri Batasuna o a Euskadiko Ezkerra, pero esa era la travesura máxima que se podía tolerar. A nadie se le pasaba por la cabeza votar español. Pronto comenzamos a recibir visitas en Astobieta. Todos querían convencerle.

–Pero Nicasín, ¿sabes bien lo que estás haciendo?
–Pero Nicasín, ¿te has vuelto mal de la cabeza?
–Pero Nicasín, ¡así no se levanta Euskadi!
–Pero Nicasín, ¿te pones a favor del maqueto?
–Pero Nicasín, ¿el de fuera vale más que el de aquí?

Mi padre había cruzado la raya. No era la primera vez. En el año 1964 se había plantado delante de mis abuelos para decirles muy firme que se casaba con una burgalesa. O ésta o ninguna, debió decir, y aquello fue Stalingrado. ¡Casarse con una española! ¡Un Basterrechea! Varios de sus hermanos dejaron de hablarle y mi tía Avelina, que vivía en Las Arenas y había llegado a dieciocho en el conteo pormenorizado de apellidos vascos, tomó el coche y se vino hasta la misma Astobieta:

–Nicasín, te lo pido por favor, mira que vas a cortar el árbol genealógico.
–¿El árbol qué?
–El árbol genealógico.
–Bah. Mientras no corte algún pino…

Con mi padre no valían ruegos y avisos, lo mismo para casarse que para votar: se crecía cada vez que le llevaban la contraria. Suárez les daba mil vueltas a todos, gritaba, los demás líderes sólo eran txoriburus y ganorabakos. Ni siquiera atendió a mi madre, la burgalesa, que naturalmente votó al Partido.

Las elecciones se celebraron finalmente, el Partido ganó con gran diferencia y mi padre votó a UCD. Durante algunos años, al menos hasta que Adolfo Suárez dimitió como presidente del gobierno, en Lauros se obtenían más o menos los siguientes y asombrosos resultados: 150 votos para el Partido, 12 para Herri Batasuna, 6 para Euskadiko Ezkerra y 1 para UCD.

De aquel detalle de rebeldía pronto comenzamos a notar los efectos. En las misas de la ermita de San Miguel, mi hermana y yo nos sentábamos solos. Nadie nos hablaba. Nunca me ofrecieron ser monaguillo; debo ser el único de Lauros que nunca lo fue. Tampoco nos invitaban a participar en las fiestas. Ni a las chocolatadas. No existíamos. Éramos los apestados. El Partido nos aislaba.

El Partido.

El PNV.



Pasiega


AQUELLOS ALDEANOS me inculcaron con tal fuerza la idea de caserío como persona o deidad adorada, que a mi llegada a Madrid no pude soportar que mi piso de alquiler se llamara fría y técnicamente 2º DCHA y decidí bautizarlo con el nombre de Pasiega. Pasiega era una vaca pinta que tuve, una vaca maligna que más parecía un áspid bicorne o un Satán con ubres. Pasiega y yo nos odiábamos.

Mi padre la compró en la feria de Mungia a un ganadero carranzano y uno de los detalles que me molestó desde el principio fue que viniera con el nombre puesto. Entonces yo tenía siete u ocho años y era el encargado de bautizar a las vacas o a los novillos, casi siempre con nombres de actrices, princesas de la revista Hola, presentadoras de la tele o cantantes que escuchaba en Radio Nervión. Bautizaba con nombres femeninos a las vacas de color claro y con nombres masculinos a las vacas de color oscuro, algo que ni el veterinario ni el carnicero entendían:

–¿Cómo se llama la vaca? –preguntaban a la hora de rellenar los formularios.
–Michael Jackson –respondía mi padre.
–¿Michael Jackson?
–A mí no me mires. Es cosa de mi hijo.
–Coño con los hijos, Nicasio. No sé para qué los mandamos a la escuela.

Tuve vacas a las que llamé Mayra, Silvia, Kim o Chicho en honor del programa Un, dos, tres, y otras a las que bauticé con Ana Obregón, Gwendolyne, Chabeli o Bertín Osborne, y también Madonna, Norma Duval, Estefanía, Carolina, Bosé, Lady Di, Ramoncín, Rocío, Tina Turner, Paquirri, Pantoja, Pimpinela o Chiquetete. A una que era muy rápida la llamé Carl Lewis y a otra que era muy grande le puse Perurena. También tuve una vaca muy fea y biroja a la que llamé Elena, como la infanta, algo de lo que me arrepiento, aunque hay que recordar en mi descargo que sólo era un crío y los críos somos crueles, incluso ahora que vamos disfrazados de mayores. También me equivoqué al ponerle Michael Jackson a aquella vaca negra, pero quién iba a pensar entonces que Jackson iba a volverse blanco.

Junto a estas vacas bautizadas por mí, convivían otras que mi padre compraba y que venían con el nombre puesto, como Dorotea, Faustina o la maldita Pasiega, vaca con la que me enfrenté desde el principio. Mi padre lo advirtió enseguida:

–No sé qué le has hecho, pero esta vaca no se fía de ti. No le había hecho nada, al menos hasta entonces, pero ya nos caíamos mal y no lo disimulábamos. Cuando mi padre me dio un palo de avellano y me ordenó vigilar la línea de ocho o diez metros que separaba las campas de la cuadra de Astobieta, Pasiega fue la primera que comenzó a darme problemas.

A mis vacas no les gustaba pastar. Lo que les gustaba con locura, mucho más que la hierba, era el "birzay", pienso que mi padre mezclaba con pulpa y con harina para hacer un compuesto alimenticio. Por el birzay las vacas perdían la cabeza, las ubres y hasta la cornamenta, pero como mi padre no lo distribuía en los pesebres hasta la una del mediodía, mi función de pastor consistía en evitar que las vacas volvieran a la cuadra antes de esa hora.

Pero Pasiega no estaba por la labor de esperar tanto tiempo. Apenas salía a pastar, ya estaba pretendiendo volver a la cuadra a por el codiciado birzay. Y como enfrente no tenía más que a un pequeñajo de siete u ocho años con un palo raso de avellano, empezó a escaparse todas las veces que quería. La situación cambió cuando mi padre, superados mis dos o tres años de becario, me dio un palo de avellano con punta de acero. Al primer puyazo que le metí en el culo, Pasiega cambió de opinión sobre mí y decidió hacerse más astuta. Ya no pasaba tan tranquila a mi lado, sino que esperaba el más ligero despiste, que yo siempre cometía, para hacer un demarraje y plantarse directamente en la cuadra. Yo le daba siempre algún puyazo de más, pero un día mi padre me sorprendió:

–¡Qué le haces a la vaca!
–Joder, ¡es que siempre se escapa!
–¡El palo hay que utilizarlo poco! 

La cosa empeoraba. Mi crispación con ella aumentó tanto que un día aproveché que mi padre se había ido a la feria de Gernika para entrar en la cuadra y, con la pobre Pasiega atada, descargarle una somanta de palos durante una hora. Aquella fue la acción más cobarde que había cometido hasta entonces, pero aún iba a superarme. Tras unos meses comedida, fuera porque se había quedado preñada o porque recordaba la paliza que le había dado, Pasiega trató de llegar otra vez a la cuadra antes de la hora, pero no lo consiguió. No sólo me interpuse y le arreé tres o cuatro puyazos sino que, con toda la mala idea, y con vistas a darle el escarmiento definitivo, lancé a Barrabás contra ella.

Barrabás era un perro mío, un cruce de pastor vasco con pastor alemán, un perro muy bueno para guardar el caserío pero muy malo para cuidar vacas, pues las perseguía sin ningún orden y las mordía con apasionamiento. Así lo hizo: persiguió y mordió a Pasiega tan encarnizadamente que la vaca, nerviosa, cayó y quedó atrapada en el riachuelo que circundaba la campa. Y entonces fue el drama: por más que lo intentaba, la vaca no conseguía salir. Si no hubiera estado preñada, seguramente lo habría logrado, pero su inmensa tripa le dificultaba. Al final, desesperado, tuve que llamar a mi padre, hubimos de rodearla con cuerdas, y, después de llamar a cinco o seis aldeanos de los caseríos cercanos, conseguimos sacarla tirando todos a una. Nada más salir llegó el veterinario, quien examinó a Pasiega y dictaminó que iba a abortar. A esas alturas, yo llevaba un rato llorando por si acaso. Mi padre no dejaba de mirarnos, a Pasiega y a mí, y en su mirada comprendí que se creía la versión de la vaca.

Al final abortó y se quedó coja. Desde entonces ya no quiso escaparse nunca más: se quedaba con la cabeza en alto hasta la una del mediodía, lejos de mi presencia, triste y orgullosa, con su cojera arrogante, sin hacer ningún ademán de comer hierba. Cuando a los catorce años comencé a ordeñar las vacas algunas veces, Pasiega se quedaba rígida conmigo, actitud que contrastaba con la alegría que mostraba con mi padre.

Tenía Pasiega doce o trece años de edad cuando mi padre la vendió a César, un carnicero de Sondika, y la llevamos a sacrificar al matadero de Zorroza. Yo mismo la acompañé, la vi subir al camión y vi su cuerpo descabezado colgado de aquel gancho que se utilizaba para el pesaje. Más tarde mi madre, como acostumbraba cada vez que matábamos alguna vaca o novillo, compró tres kilos de chuletas a César. Tres kilos de Pasiega.

Creo que fue la primera vez que tuve algún escrúpulo para comerme las chuletas de un animal que yo mismo había cuidado y alimentado. Allí tenía a Pasiega, justo en el centro de mi plato. La vaca que me odiaba. La vaca que se quedó coja por mi culpa. La vaca que abortó y no pudo tener más crías por mi culpa.

La vaca a la que jodí la vida.


Cómo cambiar de película sin que se enteren tu aita y tu ama


ERAN LOCUACES y divertidos en euskera pero torpes y parcos en castellano, eficientes hasta la minucia en las labores del caserío pero limitados y perdidos entre los nuevos ingenios que traía la modernidad. Aquellos laurotarras habían sido diseñados para un tempo lento y consabido, pero de pronto se les vino encima el vértigo, ay.

Astobieta era uno de esos ejemplos de estilo raso y sencillez espartana, un caserío donde no había lámparas de araña ni sillones mullidos y por no haber no había ni un mísero libro, salvo los que fueron apareciendo a medida que mis hermanas y yo comenzábamos los estudios, libros de Anaia y Santillana, ediciones de Cátedra sobre Jorge Manrique, San Juan de la Cruz, Platero y yo, La Celestina, Mio Cid, etc. Había habitaciones con un solo punto de luz o ninguno, había un único water de esos que no tienen taza y en los que para hacer de vientre debías ponerte de cuclillas, y tampoco disponíamos de más calefacción que la chapa de leña situada en la cocina, lugar en el que se amontonaba la familia cuando llegaban los fríos roedores de diciembre, amén de una recua de gatos propios y ajenos que de pronto te dejaban pasarles la mano por sus lomos, detalle que muestra hasta qué punto nos azotaba aquel frío húmedo, poroso, insistente, pues los gatos solían mantenerse ariscos y salvajes durante el resto del año. Tampoco tuve agua corriente hasta los nueve años, la que pusimos nosotros mismos haciendo un pozo debajo del horno; y contaba con trece cuando llegó el agua buena y de verdad, esto es, el agua puesta por el ayuntamiento, el agua testada y canalizada y tratada en serio por aquellos ténicos en los que tanta confianza depositaba mi tío. La llegada del agua, unida a la aparición casi coincidente de las excavadoras que abrirían una carretera de dos carriles desde el centro de Loiu a Mungia, constituyó una revolución que cambió Lauros y la acabaría integrando poco a poco en la modernidad, pero ni siquiera entonces mi padre y mi tío se pusieron de acuerdo para instalar agua caliente. Sé que lo discutieron arduamente pero no consiguieron llegar a ningún acuerdo, y ello porque consideraban que el agua caliente no era necesaria. El agua caliente, además, era mala para la salud.

–El agua fría es lo mejor, eso dicen los médicos.
–Cállate, aita.
–Eso es cierto: tú vete a un médico y verás lo que te dice.

Me pasé por tanto los treinta años de Lauros sin conocer lo que era el agua caliente, de forma que al llegar a Madrid y ponerme a vivir en Mira el Sol, a la primera que entré en la ducha y calibré los grifos de mi pequeñísimo piso de alquiler, me puse a disfrutar del agua durante más de una hora, feliz de la vida, paladeando segundo a segundo aquella delicia de temperatura, pues no es cierto que ducharse con agua fría sea sólo cuestión de acostumbrarse, o al menos yo no conseguí acostumbrarme en un espacio de tiempo tan largo como tres décadas.

Aquel fue uno de los casos nada infrecuentes en que mi tío y mi padre pusieron en marcha sus esquemas estrechos y obcecados que relacionaban todo lo nuevo con lo prescindible y con los caprichos habituales “de los de Neguri”, por lo que Astobieta se convirtió en uno de los pocos caseríos de Lauros que entró en el siglo XXI sin agua caliente, pues en aquel asunto los demás laurotarras se mostraron por lo general juiciosos. Mi padre se había pertrechado además de unos argumentos de defensa estupefacientes, según los cuales los que vivían en caseríos con agua caliente acababan por lo general calvos o semicalvos, mientras que en Astobieta todos lucíamos un cabello esplendoroso que solo podía deberse a las excelencias del agua fría. Y es cierto que tanto mi padre como mi tío conservaron todo su pelo hasta la muerte.

–Estragos –insistía mi padre, que gustaba de repetir las palabras que le parecían difíciles–. El agua caliente hace estragos.

También nuestras costumbres culinarias eran sencillas. El menú consistía casi siempre en sopa y después alubias, lentejas, vainas, garbanzos, acelgas o berza, y de segundo algo rebozado o croquetas, empanadas, tortilla, sanjacobos, lirios, alguna vez guisado, pero rara vez: apenas probábamos carne. Siempre había una fuente enorme de ensalada en la que pinchábamos todos y a veces al unísono. Comíamos en un plato hondo en el que se echaban las dos comidas; el plato llano se reservaba para Navidad, Año Nuevo y las fiestas de San Miguel, fechas en las que también disfrutábamos de la felicísima singularidad del kas limón, el kas naranja y la coca-cola. La situación mejoró cuando mi hermana mayor comenzó a salir con el que acabaría siendo mi cuñado, quien se convirtió en una de las grandes noticias de mi vida en Lauros: gracias a él, y por el solo hecho de aparentar una holganza que no teníamos, mi madre instituyó con frecuencia el kas, la coca-cola y el segundo plato, y pude olvidarme de algunas costumbres de cuando comíamos con uno solo, como la de rebanarlo obligatoriamente con el pan:

–Alberto, vete untando bien el plato, que enseguida te echo la tortilla.

Teníamos por televisión una grundig en blanco y negro cuya antena solo recogía la señal de la TVE1; la UHF comenzamos a verla con nitidez con la compra de una televisión en color y la llegada primero de la ETB y después de las cadenas privadas. La aparición de ETB y luego de Tele5, Antena3 y Canal Plus desató una guerra de los hijos contra los padres, pues los mayores se mostraban reluctantes a todo tipo de cambio:

–¿Qué tal los hijos, Piedad?
–¿Los hijos? ¡No me hables de los hijos! Ahí están, pegados a la tele, cambiando de canal todo el rato. 
–¡Huyy! ¡Igual que los míos! ¡Qué desgracia! ¡En mala hora han aparecido los canales!

El rechazo a cambiar de cadena era tan exagerado y nos lo tenían tan prohibido en su presencia que mis hermanas y yo aprovechábamos para hacerlo cuando mis padres o mi tío se iban al baño o a la cuadra o adonde fueran. Ahí es donde se producía uno de los hechos más recordables y risibles de mi adolescencia: para sorpresa mía y de mis hermanas, comprobamos que la argucia funcionaba y nuestros padres, una vez vueltos del baño, continuaban viendo la nueva película con advertido asombro pero sin denunciar nada. Por lo menos, claro está, si el cambio no era muy descarado. Solo mi madre se atrevía a hacer algunas preguntas para resituarse:

–Pero, ¡cómo! ¿No se había casado ya?
–No, ama, lo de antes había sido en sueños.
–Ah.

Con este tipo de trampas íbamos disfrutando poco a poco de los canales privados antes de que nuestros propios padres fueran acostumbrándose, pues otra de las características que observé en los mayores era esa, que después de cinco o seis meses de rechazo frontal a lo nuevo comenzaban a habituarse, y al cabo de dos o tres años se podían convertir en campeones del cambio de canal, como sucedió con mi padre, que fue el que más utilizó el mando a distancia cuando ese nuevo artilugio apareció en nuestras vidas, un artilugio al que también se enfrentaron al principio de manera instintiva, como era en ellos habitual.

Siempre me pareció revelador aquel detalle de mis padres, en otros asuntos tan inteligentes, pero incapaces de darse cuenta de una trampa tan burda como la del cambio de canal. Se encontraban viendo una película del oeste en que la protagonista era una rubia veinteañera de corsé superapretado y, de pronto, apenas se iban al baño y volvían, se encontraban con que la rubia se había vuelto morena, y ahora llevaba una falda recta, y había cambiado el Colorado por las calles de Roma, y en lugar de sospechar ninguna trampa, pues era evidente que lo notaban, y la prueba eran las caras de sorpresa que ponían, al punto de que mis hermanas y yo debíamos hacer esfuerzos por refrenar la risa, seguían viendo la película como si nada, pensando sin duda que había cambiado por exigencias del guion, o que las asombrosas alteraciones se habían operado en esos cinco o diez minutos que habían abandonado la pantalla, o simplemente la película era un cortometraje y ahora estaban dando otra. Llevaban veinte años viendo un sólo canal de televisión, pues ya he dicho que la antena de Astobieta no cogía la UHF, y la costra de la costumbre les había hecho tanta mella que ni siquiera se les pasaba por la cabeza la posibilidad de una trampa.

Ahí vi la enorme zanja que se abría entre ellos y nosotros, entre sus cerebros de un solo canal y desconfianza instintiva a lo nuevo y nuestro cerebro de varios canales que no solo no temía a las novedades sino que las anhelaba, las pretendía, iba tras ellas. Coincidía además que mi madre solía tener pesadillas por la noche con algunas películas y en aquel tiempo esas pesadillas le aumentaron, por lo que años después, cuando todo el pastel se había descubierto y nos reíamos mucho recordándolo, le vacilábamos continuamente en el plan de ama, cómo no ibas a tener pesadillas, si te marchabas al baño toda inocente y a la vuelta te encontrabas con que Tom Cruise se había transformado en Danny de Vito.