Mil bombarderos por minuto


A LOS catorce años me levantaron el veto de la minoría de edad y comencé a participar en las conversaciones de alta política de los mayores. La primera prueba llegó en la comida que se celebraba en las fiestas patronales de San Miguel. A la hora del postre y el café, se debatió sobre quién ganaría una guerra entre americanos y rusos. La discusión era un clásico de todos los años. La comenzaba mi tío Txomin, el americanófilo:

—El americano está preparado. En cuanto llegue la guerra, el americano cierra las empresas, las escuelas y hasta suspende el campeonato de béisbol. ¡Todos a fabricar bombas! ¡Látigo! Lo mismo los niños que las mujeres. ¡Bombas a punta pala! ¡Doscientos cincuenta millones de personas trabajando de lunes a domingo en dos turnos de doce horas! ¡Mil bombarderos por minuto!
—Muchos bombarderos por minuto me parecen —le contestaba Dámaso, el rusófilo—. Que tengan cuidado con tantos bombarderos, porque no van a caber en el cielo.
—¡Se ancha el cielo si es necesario! —se sulfuraba Txomin—. El americano no se para. ¿Hacen falta un millón de fusiles para el jueves? Se hacen un millón de fusiles para el jueves. ¿Hacen falta cien mil carros de combate? Ahí tienes tus cien mil carros de combate. Sin fallo. Tecnología californiana. En un día.

Yo esperaba mi oportunidad. Me había preparado para esa fecha como para un examen, aunque debía esperar a las intervenciones de los mayores. Ahora era el turno de mi tío Dámaso, el prorruso. Dámaso comenzó recordándonos la bañera a treinta grados bajo cero en la que metían, nada más nacer, a todos los bebés rusos. Luego entró en detalles:

—El ruso se ríe de las bombas. Según se ve, esto está demostrado, el ruso puede caminar sesenta kilómetros al día sin comer nada. Nada. Ni un poco de chorizo. El ruso está enseñado. No siente el dolor. Y tienen a Siberia…

Aquí, en el momento en que citó “Siberia”, Dámaso recurrió a uno de sus trucos de orador: se levantó, fue hasta la puerta, se aseguró de que estuviera bien cerrada, y luego, al volver a sentarse, bajó la voz hasta extremos casi inaudibles:

—Nadie sabe lo que hay en Siberia. Nadie. Ni el mismo ruso lo sabe. No hay mapas. Según tengo entendido, allí no puedes alejarte un metro de tu casa. Algunos rusos han salido en busca de un poco de leña y no han vuelto más. Nunca se encontraron sus cadáveres. Esto es cierto. El americano puede llegar a Moscú, pero en cuanto llegue a Siberia…, ¡mecagüen sos! ¡Adiós John Wayne! ¡El fin de América!

Y dibujaba un panorama catastrófico, donde los bombarderos americanos avanzaban triunfales por territorio ruso hasta que alcanzaban Siberia. Allí empezaban a fallar las comunicaciones por radio y los pilotos, enloquecidos, se precipitaban contra el suelo o acababan disparándose entre ellos hasta hacer, como él decía, “mermelada de americanos”. Pero entonces mi tía Águeda dijo:

—A mí me gustaría saber qué opina Alberto sobre esto.

Era mi momento. Me sentía como en la primera comunión. Todos me escuchaban con esa sonrisa condescendiente que ponen los mayores con los que se estrenan. Venía precedido por mis ristras de sobresalientes en la EGB y por una fama de niño mágico que ya leía los editoriales de los diarios con sólo nueve años. Pero había que demostrarlo. Hablé:

—Para empezar, entiendo que la guerra se desarrollaría de acuerdo a la Convención de Ginebra y se efectuaría con armamento convencional, porque, en caso de guerra nuclear, tanto los estadounidenses como los soviéticos poseen arsenal suficiente para destruir varias veces el planeta. En una hipótesis atómica no ganaría ninguno de los dos, sino que vencería la muerte y desaparecería la humanidad. Partiendo de que la guerra se desarrollaría con armamento convencional, la Unión Soviética dispone de mayor arsenal bélico, mayor número de aviones de guerra y superioridad espacial; los Estados Unidos, en cambio, disponen de superioridad marina y tecnológica. El ejército de la Unión Soviética está formado por cinco millones de soldados frente al millón y medio de los Estados Unidos, pero estos están mejor equipados y entrenados. También habría que considerar las alianzas: los Estados Unidos contarían con la OTAN, la mayor organización militar del mundo, muy superior a los países que conforman el Pacto de Varsovia, pero no hay que olvidar que países con la importancia geoestratégica de China, Cuba, Nicaragua o los que integran la Liga Árabe actuarían en favor de los intereses soviéticos. Se debe tener en cuenta también lo difícil que sería para los dos países la ocupación del territorio enemigo: los Estados Unidos jamás han sufrido la presencia de tropas extranjeras desde que lograron la independencia, salvo una estadía coyuntural del ejército francés en el siglo XIX, y tuvieron el acierto de comprar Alaska a los zares hace un siglo, territorio que les protege de una posible incursión por el Estrecho de Bering. Los soviéticos, por su parte, poseen un territorio inabarcable, casi diez veces mayor que el de su enemigo, y cuentan con el general invierno, factor contra el que se estrellaron Napoleón, Carlos XII o Hitler. La guerra, en definitiva, sería larga, costosa y, ganara quien la ganara, sólo traería el debilitamiento de los dos países en favor de Japón, Alemania o China, que se postularían como las nuevas superpotencias.

Me callé. Todos me miraban de hito en hito. En sus miradas comprobé el impacto tremendo que había causado. Nadie hablaba. Sólo mi primo Aitor se atrevió a decir una palabra, una sola:

—Ostras.

De pronto se armó el gran revuelo. Mis tías comenzaron a felicitarme. Ya me veían de conferenciante, de estadista, de capitán del mundo. Al otro lado, mi tío Txomin y mi tío Dámaso no decían nada. Estaban avergonzados, humillados. Sólo al final, no pudiendo resistir mi victoria, el tío Txomin dijo:

—Si hubiera tenido las oportunidades de este chico, quién sabe qué personalidad no habría sido yo. Un Churchill, por lo menos. Un Kissinger.

La modernidad caía a plomo sobre ellos. Y la modernidad era yo. Todos los saberes mechados de costumbre y superstición iban a ser aniquilados por mis sucesivas intervenciones en los cafés de aquellas fiestas. La Lauros mágica, el producto de cien generaciones de campesinos, iba a ser aplastada por mis libros de Anaya, Edelvives o el pequeño Larousse que me había comprado por mi cuenta.

Qué feliz era entonces. Me veía como la superación de aquel mundo en derrota. Me creía Dios por dármelas de sabiondo entre aquellos aldeanos que sólo habían ido unos pocos años a la escuela.

Qué tarde aprendí que el único saber posible debe ser creativo.

Qué tarde descubrí que mi única posibilidad de resistencia a la uniformación era la recuperación de mi Lauros mítica. Que mi única posibilidad de ser auténtico pasa por rescatar los mecanismos creadores de aquellos seres geniales.

Qué iba a saber yo entonces.