AQUELLOS ALDEANOS me inculcaron con tal fuerza la idea de caserÃo como persona o deidad adorada, que a mi llegada a Madrid no pude soportar que mi piso de alquiler se llamara frÃa y técnicamente 2º DCHA y decidà bautizarlo con el nombre de Pasiega. Pasiega era una vaca pinta que tuve, una vaca maligna que más parecÃa un áspid bicorne o un Satán con ubres. Pasiega y yo nos odiábamos.
Mi padre la compró en la feria de Mungia a un ganadero carranzano y uno de los detalles que me molestó desde el principio fue que viniera con el nombre puesto. Entonces yo tenÃa siete u ocho años y era el encargado de bautizar a las vacas o a los novillos, casi siempre con nombres de actrices, princesas de la revista Hola, presentadoras de la tele o cantantes que escuchaba en Radio Nervión. Bautizaba con nombres femeninos a las vacas de color claro y con nombres masculinos a las vacas de color oscuro, algo que ni el veterinario ni el carnicero entendÃan:
–¿Cómo se llama la vaca? –preguntaban a la hora de rellenar los formularios.
–Michael Jackson –respondÃa mi padre.
–¿Michael Jackson?
–A mà no me mires. Es cosa de mi hijo.
–Coño con los hijos, Nicasio. No sé para qué los mandamos a la escuela.
Tuve vacas a las que llamé Mayra, Silvia, Kim o Chicho en honor del programa Un, dos, tres, y otras a las que bauticé con Ana Obregón, Gwendolyne, Chabeli o BertÃn Osborne, y también Madonna, Norma Duval, EstefanÃa, Carolina, Bosé, Lady Di, RamoncÃn, RocÃo, Tina Turner, Paquirri, Pantoja, Pimpinela o Chiquetete. A una que era muy rápida la llamé Carl Lewis y a otra que era muy grande le puse Perurena. También tuve una vaca muy fea y biroja a la que llamé Elena, como la infanta, algo de lo que me arrepiento, aunque hay que recordar en mi descargo que sólo era un crÃo y los crÃos somos crueles, incluso ahora que vamos disfrazados de mayores. También me equivoqué al ponerle Michael Jackson a aquella vaca negra, pero quién iba a pensar entonces que Jackson iba a volverse blanco.
Junto a estas vacas bautizadas por mÃ, convivÃan otras que mi padre compraba y que venÃan con el nombre puesto, como Dorotea, Faustina o la maldita Pasiega, vaca con la que me enfrenté desde el principio. Mi padre lo advirtió enseguida:
–No sé qué le has hecho, pero esta vaca no se fÃa de ti.
No le habÃa hecho nada, al menos hasta entonces, pero ya nos caÃamos mal y no lo disimulábamos. Cuando mi padre me dio un palo de avellano y me ordenó vigilar la lÃnea de ocho o diez metros que separaba las campas de la cuadra de Astobieta, Pasiega fue la primera que comenzó a darme problemas.
A mis vacas no les gustaba pastar. Lo que les gustaba con locura, mucho más que la hierba, era el "birzay", pienso que mi padre mezclaba con pulpa y con harina para hacer un compuesto alimenticio. Por el birzay las vacas perdÃan la cabeza, las ubres y hasta la cornamenta, pero como mi padre no lo distribuÃa en los pesebres hasta la una del mediodÃa, mi función de pastor consistÃa en evitar que las vacas volvieran a la cuadra antes de esa hora.
Pero Pasiega no estaba por la labor de esperar tanto tiempo. Apenas salÃa a pastar, ya estaba pretendiendo volver a la cuadra a por el codiciado birzay. Y como enfrente no tenÃa más que a un pequeñajo de siete u ocho años con un palo raso de avellano, empezó a escaparse todas las veces que querÃa. La situación cambió cuando mi padre, superados mis dos o tres años de becario, me dio un palo de avellano con punta de acero. Al primer puyazo que le metà en el culo, Pasiega cambió de opinión sobre mà y decidió hacerse más astuta. Ya no pasaba tan tranquila a mi lado, sino que esperaba el más ligero despiste, que yo siempre cometÃa, para hacer un demarraje y plantarse directamente en la cuadra. Yo le daba siempre algún puyazo de más, pero un dÃa mi padre me sorprendió:
–¡Qué le haces a la vaca!
–Joder, ¡es que siempre se escapa!
–¡El palo hay que utilizarlo poco!
La cosa empeoraba. Mi crispación con ella aumentó tanto que un dÃa aproveché que mi padre se habÃa ido a la feria de Gernika para entrar en la cuadra y, con la pobre Pasiega atada, descargarle una somanta de palos durante una hora. Aquella fue la acción más cobarde que habÃa cometido hasta entonces, pero aún iba a superarme.
Tras unos meses comedida, fuera porque se habÃa quedado preñada o porque recordaba la paliza que le habÃa dado, Pasiega trató de llegar otra vez a la cuadra antes de la hora, pero no lo consiguió. No sólo me interpuse y le arreé tres o cuatro puyazos sino que, con toda la mala idea, y con vistas a darle el escarmiento definitivo, lancé a Barrabás contra ella.
Barrabás era un perro mÃo, un cruce de pastor vasco con pastor alemán, un perro muy bueno para guardar el caserÃo pero muy malo para cuidar vacas, pues las perseguÃa sin ningún orden y las mordÃa con apasionamiento. Asà lo hizo: persiguió y mordió a Pasiega tan encarnizadamente que la vaca, nerviosa, cayó y quedó atrapada en el riachuelo que circundaba la campa. Y entonces fue el drama: por más que lo intentaba, la vaca no conseguÃa salir. Si no hubiera estado preñada, seguramente lo habrÃa logrado, pero su inmensa tripa le dificultaba. Al final, desesperado, tuve que llamar a mi padre, hubimos de rodearla con cuerdas, y, después de llamar a cinco o seis aldeanos de los caserÃos cercanos, conseguimos sacarla tirando todos a una. Nada más salir llegó el veterinario, quien examinó a Pasiega y dictaminó que iba a abortar. A esas alturas, yo llevaba un rato llorando por si acaso. Mi padre no dejaba de mirarnos, a Pasiega y a mÃ, y en su mirada comprendà que se creÃa la versión de la vaca.
Al final abortó y se quedó coja. Desde entonces ya no quiso escaparse nunca más: se quedaba con la cabeza en alto hasta la una del mediodÃa, lejos de mi presencia, triste y orgullosa, con su cojera arrogante, sin hacer ningún ademán de comer hierba. Cuando a los catorce años comencé a ordeñar las vacas algunas veces, Pasiega se quedaba rÃgida conmigo, actitud que contrastaba con la alegrÃa que mostraba con mi padre.
TenÃa Pasiega doce o trece años de edad cuando mi padre la vendió a César, un carnicero de Sondika, y la llevamos a sacrificar al matadero de Zorroza. Yo mismo la acompañé, la vi subir al camión y vi su cuerpo descabezado colgado de aquel gancho que se utilizaba para el pesaje. Más tarde mi madre, como acostumbraba cada vez que matábamos alguna vaca o novillo, compró tres kilos de chuletas a César. Tres kilos de Pasiega.
Creo que fue la primera vez que tuve algún escrúpulo para comerme las chuletas de un animal que yo mismo habÃa cuidado y alimentado. Allà tenÃa a Pasiega, justo en el centro de mi plato. La vaca que me odiaba. La vaca que se quedó coja por mi culpa. La vaca que abortó y no pudo tener más crÃas por mi culpa.
La vaca a la que jodà la vida.