AMANCIO ERA un jubilado que vivĂa en Goikomendi, un caserĂo situado en el pequeño monte que separa la parte alta de la parte baja de Lauros, y era un hombre enorme que solĂa hablar con voz muy gruesa y casi siempre a gritos, por más que lo estuvieras escuchando a dos metros de distancia, aunque acostumbraba a bajar la voz para decir frases profundas tipo la vida es una trampa, los gatos y las moscas viven mejor que nosotros, los que mandan son meros monaguillos, el verdadero poder se oculta debajo de la alfombra, etc. Como a los catorce años comencĂ© a aficionarme a caminar por los montes de Lauros llevando un libro o una pequeña radio cassette, de vez en cuando pasaba por su caserĂo y hablaba con Ă©l. Para Amancio todo lo bueno que habĂa en el mundo era de Lauros:
—¿QuĂ© mĂşsica vienes escuchando, Astobieta?
—U2, un grupo de rock.
—¿Y de dĂłnde son?
—Irlandeses.
—Bah, si le das una guitarra a cada laurotarra, te salen dos docenas como esos.
DecĂa Amancio que Arzalluz era un gran polĂtico, sĂ, pero porque habĂa estudiado en Alemania; que Arguiñano era un gran cocinero, tambiĂ©n, pero porque habĂa podido viajar para conocer la cocina francesa; que Perurena era un gran harrijasotzaile, claro, pero porque contaba con tĂ©cnicos que le llenaban de plomo el interior de las piedras: la razĂłn de que algunos vascos se hubieran convertido en celebridades se debĂa siempre a que disfrutaban de ventajas o tecnologĂas de las que carecĂamos los de Lauros. En cuanto a los extranjeros, para Amancio eran pura propaganda:
—¿QuĂ© te parece ese Maradona, Basterrechea?
—Un fenĂłmeno.
—¿FenĂłmeno? ¡Si está todo el rato tirado en el suelo!
Esta superioridad de los laurotarras sobre el resto no era un pensamiento que le hubiera surgido a humo de pajas, no, sino algo sobre lo que habĂa reflexionado mucho y podĂa demostrar matemáticamente, como me solĂa decir. En estas demostraciones era muy expresivo:
—Y ese jugador que tanto te gusta, ese Maradona…, ¿tĂş crees que sabrá ordeñar vacas?
—¿Ordeñar vacas? No lo sĂ©, no creo.
—¡Ya me lo has dicho todo, Basterrechea! ¡Valiente futbolista si no sabe ordeñar una vaca! ¡Para ser futbolista hay que endurecerse y saber sufrir! ¡Sufrir!
Y repetĂa “sufrir” tantas veces y haciendo tal intensidad en la efe que yo tenĂa que retroceder unos metros para que no me alcanzara su saliva. HabĂa que tener mucho cuidado con las efes de Amancio si no querĂas acabar duchado, y mucho más cuando hablaba de “los de Bilbao”, que eran por encima de los extranjeros el principal objeto de sus iras. Amancio acusaba a los bilbaĂnos de ser enclenques, falsos e inĂştiles, “todo fachada”, incapaces de sufrir lo más mĂnimo, y aunque era un hombre bondadosĂsimo y muy generoso, con los vapores del vino tinto se volvĂa violento verbalmente y comenzaba a desearles todo tipo de catástrofes, lo mismo guerras que galernas o tormentas de nieve, deseos que a mĂ no me parecĂan demasiado prudentes, porque en el caso de que una galerna o una tormenta de nieve asolara Bilbao, habĂa muchas posibilidades de que tambiĂ©n asolara Lauros, que estaba a tan solo veinte kilĂłmetros.
—¿Sabes lo que pasarĂa si mañana le prendo fuego a los Eroski, Pryka y El Cortes InglĂ©s? —me preguntaba.
—No —respondĂa yo.
—¡Pues que vienen todos los de Bilbao de rodillas a pedirnos comida! ¡Eso es lo que pasa! ¡De rodillas! ¡Hasta te dan su coche a cambio de un kilo de alubias! ¡Para eso sirven los de Bilbao! ¡Para nada!
Este resentimiento contra los de Bilbao era muy comĂşn entre los laurotarras y pueblos rurales de los alrededores. TambiĂ©n mi padre hablaba mal de los de Bilbao. Y mi tĂo Hilario. Nunca supe las razones reales de esta animosidad, pero siempre pensĂ© que respondĂa al hecho de que Bilbao era ese lugar donde habĂa drogadictos, prostitutas, accionistas, personas que no creĂan en Dios o gentes que votaban a partidos españoles, esto es, todo aquello que la mayorĂa de laurotarras consideraba el MAL en mayĂşsculas. Cuando mi vecina Josefa querĂa ir de compras a la capital enviaba a sus hijas, porque ella no se atrevĂa:
—El de Bilbao nos huele. Sabe que somos aldeanos y nos engañan.
Pero a ninguno vi con un resentimiento tan grande y razonado como el de Amancio. Y tampoco conocĂ a otro que considerara que ser de Lauros fuera más importante que ser vasco. Esta idea le podrĂa haber metido en alguna polĂ©mica, pero era difĂcil discutir con alguien que pesaba 120 kilos y hablaba con una voz tan gruesa. Su presencia era tan intimidatoria que la Ăşnica persona que se le enfrentaba era su propia mujer, Petra, una mujer muy delgada con la que hacĂa una pareja graciosĂsima. Petra solĂa arruinar todas las historias de Amancio:
—No sĂ© si sabes, Basterrechea, que de joven fui un cazador de categorĂa —me decĂa Amancio.
—¡De categorĂa bajo cero! —interrumpĂa Petra—. ¡TĂş solo eres un sinsorgo!
—Yo —trataba de continuar Amancio— matĂ© una vez cincuenta y seis avefrĂas de dos disparos. ¡Cincuenta y seis!
—¡EstarĂan dormidas! —terciaba Petra—. ¡FanfarrĂłn!
—Cuando yo era cazador —concluĂa Amancio— en este caserĂo no se gastĂł ni una peseta en la carnicerĂa.
—¡Porque solo hay dinero para tu vino apestoso! —contraatacaba Petra—. ¡Borracho! ¡Gandul!
Era una pareja tremenda. Llevaban cuarenta años juntos y todos decĂan que desde reciĂ©n casados siempre habĂan estado asĂ, continuamente discutiendo, aunque en realidad la Ăşnica que discutĂa era Petra, porque Amancio seguĂa con su monĂłlogo y solo se referĂa a ella cuando se iba, momento en que soltaba una gran carcajada y decĂa:
—La mejor mujer de Lauros es la mĂa, de eso no cabe ninguna duda.
A Amancio le cogĂ una gran estima porque me trataba como a un adulto y me hacĂa reflexionar mucho a pesar de todas sus exageraciones y ombliguismos. Me recuerdo volviendo a Astobieta enardecido, pensando que Amancio tenĂa razĂłn y quizá en Lauros hubo tambiĂ©n un Mozart o un Picasso o una Maria Callas que no pudieron desarrollarse por falta de medios. Pensar en eso me entristecĂa, pero a la vez me alegraba de que aquello estuviera cambiando. SĂ, hacĂa cuatro años que nos habĂan puesto una carretera de dos carriles. Y nos estaban instalando agua corriente. Y quizá antes de que yo cumpliera veinte años ya contarĂamos con telĂ©fono, o nos pondrĂan autobĂşs, o quizá tren. SĂ, concluĂa yo, soñador como soy, ahora Lauros está creciendo y si me apetece ser Mozart, podrĂ© ser Mozart. Y además siempre contarĂ© con la ventaja de haberme curtido en las labores de campo, las mejores para aprender a soportar el sufrimiento, como me solĂa subrayar Amancio, aquel hombre gigantesco siempre dispuesto a reivindicar Lauros:
—¿QuĂ© libro vienes leyendo, Basterrechea?
—El hombre que rĂe, de Victor Hugo.
—¿Y de dĂłnde es ese escritor?
—FrancĂ©s.
—Bah, si los de Lauros nos ponemos a escribir, sacamos veinte o treinta como ese.