La misi贸n


NO RECUERDO la fecha exacta en que mi padre me habl贸 por primera vez de la misi贸n, quiz谩 fuera un lunes o viernes de pelota o boxeo en la Euskal Telebista, o quiz谩 un s谩bado de liga o un mi茅rcoles de partido europeo de Champions League, pero recuerdo muy bien la insistencia y solemnidad con que me lo repiti贸 en los tres 煤ltimos a帽os de su vida, cuando sinti贸 que la muerte se acercaba a pesar de la opini贸n contraria que sosten铆a su m茅dico de cabecera, Nicasio, antes me voy a morir yo, respiras como un b煤falo, t煤 nos entierras a todos, etc. Cuando nos qued谩bamos solos viendo el f煤tbol o los combates de Boxeo Izarrak o los partidos de pelota a mano que duraban hasta la madrugada, a mi padre le bastaba la m铆nima calentura del alcohol para volverse a m铆 y comenzar con su habitual cantinela de lo importante que era para mi futuro evitar a los amigos. Su oposici贸n a la amistad era uno de los pocos consejos que me repet铆a desde peque帽o: para ser bueno y honrado, me recalcaba, no se puede tener amigos. Fue por aquellas fechas, comienzos de 2001, en aquellas charlas forjadoras y cruciales en que imit谩bamos a Ulises y a Tel茅maco, cuando dej贸 de lado sus diatribas contra la amistad y pronunci贸 por primera vez la palabra que acabar铆a cambiando mi vida:

–Cuando yo muera, recuerda que tienes una misi贸n.
–¿Qu茅 misi贸n?
–Una misi贸n.
–¿Pero qu茅 misi贸n?
–Una misi贸n.

Nunca me explic贸 el contenido ni los detalles de aquella misi贸n. Durante los tres a帽os siguientes, apenas beb铆a un vaso de vino o sorb铆a un poco del whisky que le gustaba echar en una tacita blanca de caf茅, pon铆a los ojos duros y volv铆a con gravedad sobre la misi贸n que estaba obligado a cumplir. Por m谩s que le instaba a las precisiones, mi padre se callaba y fing铆a beber de la copa de whisky o, acorralado y hastiado ante mi insistencia, perd铆a los nervios y gritaba:

–¡Una misi贸n! ¿No sabes lo que es una misi贸n? ¡Qu茅 cojones te han ense帽ado en la Universidad! ¡Una misi贸n!

Todav铆a en el hospital de Cruces, pocos d铆as antes de morir a causa del c谩ncer de pulm贸n que lo ven铆a destruyendo desde a帽os antes, mi padre me abund贸 sobre lo equivocado de tener amigos y volvi贸 sobre la misi贸n que deb铆a desarrollar en Madrid, pues entonces ya le hab铆a confesado que deseaba venirme a la capital. Aquella fue la 煤nica vez que mi padre a帽adi贸 algo nuevo:

–Yo no voy a salir de esta cama, pero recuerda que tienes una misi贸n.
–Ya lo s茅, aita.
–Y recuerda que en Madrid tambi茅n manda el PNV.
–¿C贸mo?
–En Madrid tambi茅n manda el PNV. Acu茅rdate bien de eso.

Mi padre muri贸 el 22 de enero de 2004 y a su muerte me comport茅 con la habitual frialdad que suelo mostrar en los momentos tristes o luctuosos, en los que nunca logro llorar y me comporto con asombrosa indiferencia ante las personas que a煤n consiguen hacerlo. Aquella misma noche, sin embargo, a la vuelta a casa, me ocurri贸 algo extraordinario que no me ha cesado de suceder hasta hoy: en lugar de sentarme en la cama como acostumbraba, me dio por sentarme en el suelo y me puse a escuchar durante horas el sonido de mi respiraci贸n. Es un sonido incre铆ble, especial, muy distinto al que escuchaba antes de morir mi padre. Es una respiraci贸n extra帽a.

Es una respiraci贸n entrecortada, ansiosa, arr铆tmica.

Es una respiraci贸n como de alguna inminencia.

Es una respiraci贸n como de un hombre salido de sus quicios.

Es una respiraci贸n como si mi interior ocultara una verdad terrible que no consigo descifrar.

Con esa respiraci贸n alquil茅 una Fiat Iveco en la empresa National Atesa y part铆 un lunes de octubre hacia Madrid llevando mil euros en el bolsillo, s贸lo diez meses despu茅s de la muerte de mi padre. En el camino par茅 en el cementerio de Loiu, al que no hab铆a vuelto desde el entierro, y, comoquiera que estaba cerrado, salt茅 la verja para llegar al nicho que estaba decorado con un ramo de rosas lacias. All铆 estaba. Mi padre.

Nicasio Basterretxea Etxebarria (1936-2004)

Aquella fue la primera de las tres veces que he llorado en los 煤ltimos siete a帽os, todas por mi padre, pero nunca llor茅 tanto y tan largo como en aquella ocasi贸n, arrodillado en la grava del cementerio. Camino de Madrid segu铆a llorando ante la mirada estupefacta de mi perro Argi, el perro pastor vasco que me acompa帽aba en el asiento delantero y con el que viajaba solo. La noche anterior hab铆a discutido con Iratxe:

–¡Te he dicho que no te acompa帽o a Madrid! ¡Est谩s loco!
–Iratxe...
–¡Alberto! ¡La gente se muere! ¡Es ley de vida! ¡Los que se quedan sufren pero lo acaban superando! ¡Te has vuelto loco con la muerte de tu padre y no pienso ayudarte en tu locura!

El 18 de octubre de 2004 entr茅 en Madrid por la autopista A-1 y me puse a vivir en el n煤mero 16 de la calle Mira el Sol, un piso de 17 metros cuadrados por el que pagaba 390 euros mensuales de alquiler. Nada m谩s llegar me sent茅 en el suelo y lo primero que hice fue escuchar de nuevo y con el mismo placer del principio el sonido brutal de mi respiraci贸n. Es una respiraci贸n inexplicable.

Es la respiraci贸n de alguien que tiene miedo y est谩 orgulloso de tenerlo.

Es la respiraci贸n de alguien que se siente incapaz de nada y capaz de todo.

Es la respiraci贸n de un hombre en trance.

Es la respiraci贸n de alguien superado por los acontecimientos.

Es una respiraci贸n que me empuja a sacrificarme, que me llena de violencia y fantas铆a, que me dice: “Haz”, “Entr茅gate”, “No te rindas”, “Adelante”.

Iratxe cambi贸 de opini贸n al de dos meses y se vino a Madrid para unirse a mis desquiciamientos, pero en los a帽os siguientes comenz贸 a contemplar con tristeza que sus temores se iban cumpliendo y que yo hab铆a emprendido una operaci贸n de aniquilamiento del pasado. Cuando en 2008 me lleg贸 la comunicaci贸n de que mi t铆o Hilario hab铆a muerto y me correspond铆an 9000 euros de herencia, no lo dud茅: me traslad茅 con Iratxe a una notar铆a y rechac茅 no solo esa herencia, sino tambi茅n las otras m谩s grandes que me correspond铆an en el futuro. Me sent铆a obligado a cortar todos los lazos. A cerrarme todas las salidas. En la notar铆a, los impresos para rechazar herencias no aparec铆an y un empleado se crey贸 obligado a presentarnos excusas:

–Miren, a esta notar铆a viene mucha gente a reclamar herencias, pero que venga alguien a rechazarlas es algo que no nos hab铆a ocurrido desde hace a帽o y medio.

A la hora en que comienzo a escribir estos recuerdos, Argi est谩 muerto e Iratxe, despu茅s de aguantar mi cara de t煤nel con paciencia digna de encomio, acab贸 abandon谩ndome despu茅s de diecisiete a帽os. Tampoco tengo ni un solo amigo y no porque haya querido seguir a rajatabla los consejos de mi padre, sino porque tomarme en serio a una persona de ciudad es algo de lo que hasta ahora no he logrado persuadirme. Por otra parte, no s茅 nada de mi madre y mis hermanas, las cuales no conocen desde hace quince a帽os ni la direcci贸n de mi domicilio ni mi n煤mero de tel茅fono, y yo mismo no s茅 ni quiero saber nada de ellas, si est谩n vivas o est谩n muertas, qu茅 m谩s me da. Hasta mi propio nombre, Alberto, ha sido destrozado y sustituido por otro, Batania, que he creado e interiorizado de tal manera que hoy en d铆a, lo mismo cuando sue帽o dormido o despierto, nunca me dirijo a m铆 como Alberto sino como vamos, Batania, adelante, Batania, no tengas miedo, Batania.

A veces siento que mis comportamientos de estos a帽os son monstruosos y tengo alg煤n amago de sentirme culpable, pero me basta para superar la tristeza con entrar en mi habitaci贸n, apagar la luz y volver a sentarme en el suelo, como hago desde hace siete a帽os, para pasarme tres o cuatro horas a oscuras totalmente absorto en m铆 mismo, escuchando con pasi贸n mi forma de respirar.

Es la respiraci贸n de un loco que cambi贸 el pasado por el futuro.

Es la respiraci贸n de un hombre que a煤n no se ha resuelto.

Es la respiraci贸n de alguien que no se pertenece.

Es la respiraci贸n de un hombre aplastado por el recuerdo de un muerto.

No hago responsable a nadie. Soy yo el que ha elegido con precisi贸n y frialdad mi manera de destruirme. Ni siquiera soy consciente de ser feliz o ser desgraciado y me da igual: ¿qu茅 me importa ya la felicidad a estas alturas de muerte? Lo 煤nico importante es que mi padre ha desaparecido y todo lo que soy, el hombre susto en que me he convertido, se lo adeudo a 茅l. Debo hacerle un homenaje.

Debo cumplir la misi贸n.