HIGINIO ERA un aldeano feo y sesentón que vivía en el caserío Echebarri, un hombre silvestre con barba de cinco días, camiseta de tirantes y un ejemplar amarillo de El Correo Español en las manos. Siempre vestía de color sucio. Cuando cogió confianza conmigo ya no le importaba echarse un pedo detrás de otro:
–¡Ñoc! –decía–, ahí van las alubias, Basterrechea. Tolosanas, creo. Respira rápido, que el olor se acaba antes.
No tenía coche ni carnet de conducir. Nunca salió de Lauros, salvo cuando fue a Ceuta a cumplir el servicio militar. La mili fue lo único que le pasó en la vida:
–Cuando hice la mili –me contaba–, una cerveza valía dos o tres pesetas. ¿Cuánto cuesta una cerveza ahora? ¿Igual ocho o nueve pesetas, no?
–También cinco duros –le decía yo.
Era lector fervoroso de los titulares de periódicos atrasados, periódicos que le traían a menudo los cazadores: guardaba ejemplares del Deia, del Egin, de El Correo Español y hasta algún Gaurko Express, un diario que duró muy poco.
–Esta Margaret Thatcher –me solía decir mientras se acariciaba la barbilla–, ¿será cierto que es mujer?
–Claro, Higinio.
–¿Estás seguro?
–Seguro, joder.
–No sé, no sé… ¡Porque tiene unos cojones! ¡Mecagüen sos!
Nunca se le conoció ninguna novia. Con los años se puso tristón, seguramente por estar solo. Con la religión mantenía una relación extraña: aunque era creyente en dios, consideraba que Jesucristo era tan solo un hombre y no de los mejores. Pensaba también que las personas que se ordenaban como sacerdotes lo hacían con el objetivo de ligar más con las mujeres y, en ese sentido, me solía hablar de "los miles de huesos" que se habían hallado en el seminario de Derio, procedentes según él de los abortos de mujeres que se habían quedado embarazadas por curas.
–Los curas –me decía– siempre están pensando en meter pito.
Los asuntos teológicos le apasionaban tanto que comenzó a recibir a los testigos de Jehová, que venían desde Bilbao. Cuando pasaban los testigos de Jehová por Lauros, solo Higinio salía a recibirles. La charla entre ellos fue bien durante tres o cuatro meses, hasta que un día sucedió lo inevitable.
–¡Jesucristo era un hijoputa! –empezó a vociferar Higinio–. ¡Judas sí que era un gran hombre!
Los testigos de Jehová echaron a correr camino de Palatarte y no dejaron de correr ya, porque no hubo más noticia de ellos. Para nosotros fue un alivio, pero Higinio se puso más triste que nunca:
–¿Por qué ya no vienen los testigos de Jehová?
–Joder, Higinio, con la que montaste hace un año, cómo van a volver.
–Bah, por unas palabras... La gente de Bilbao es que no tiene aguante.
Cuando llegaron los años setenta y ochenta, la mayoría de los aldeanos de Lauros se vio superada por la modernidad y la falta de instrucción, e Higinio fue el más perjudicado. Invitado a una boda tras años sin salir de Lauros, y pidiéndole que subiera en ascensor al lugar del convite, sucedió que se quedó más de media hora en el rellano de abajo, mirando fijamente al ascensor. En todo ese tiempo no se le ocurrió que debía pulsar los botones para abrir las puertas.
–Bego solo me dijo que cogiera el ascensor –se justificaba después–. No me habló nada de botones.
En otros asuntos era aún más divertido. En el momento en que mi padre comenzó a propagar con éxito que la llegada del hombre a la luna era propaganda de los americanos, Higinio comenzó a darle cobertura científica:
–Basterrechea, ahí le doy la razón a tu padre. Que el hombre no subió a la luna te lo demuestro matemáticamente.
–Claro que subió, Higinio.
–Falso. Recuerdo como si fuera hoy que aquel día la luna estaba en creciente… ¿Cómo van a subir en creciente? ¡Imposible matemáticamente!
–¿Por qué es imposible si está en creciente?
–Mira qué pregunta. ¡Porque los astronautas se resbalan! ¡Eso es matemático!
Higinio aún vivía cuando yo me vine a Madrid. Nunca logré convencerle de que las diferentes fases de la luna dependen de su posición con respecto al sol y a la Tierra. Tampoco logré convencerle del fenómeno del doblaje. Lo del doblaje surgió el día en que la ETB1 comenzó a emitir en euskera capítulos de Roseanne, serie que a su vez estaba emitiendo TVE2 en castellano. Fue cuando Higinio me dijo:
–Los actores de Dallas, Falcon Crest o La ley de Los Ángeles no valen ni para tomar por culo comparados con los de Roseanne. Ahí los tienes: los de Roseanne saben perfectamente tanto el euskera como el castellano.
–Que no, Higinio. No creo que los de Roseanne sepan castellano, mucho menos euskera. Lo que te garantizo es que saben inglés.
–Ya empiezas, Basterrechea. Como con la luna. Cuánto te gusta joder.
No había manera. Con el tiempo, además, me he dado cuenta de que tenía bastante razón, porque todas sus explicaciones eran sencillas y lógicas, y las mías eran inverosímiles y tan abstrusas que ríete de las que daban los testigos de Jehová. ¿Cómo creerse que la parte de luna visible se debe a la luz del sol que vemos reflejada sobre ella dependiendo de puntuales posiciones de la tierra, el sol y la propia luna? ¿Cómo creerse que la voz de John Wayne no es la de John Wayne, sino la de, pongamos, un canijo cobarde de Móstoles que, convocado en un estudio, la hace coincidir perfectamente con los movimientos de su boca? ¿Cómo creerse que la voz de Angelina Jolie puede pertenecer a una mujer cien veces más fea y más gorda y más baja y más vieja? Aún recuerdo lo poco satisfecho que le dejaban a Higinio mis explicaciones, y cómo me repetía, a partir de que yo le hiciera las primeras objeciones, la misma cantinela:
–Cómo te han jodido en la escuela, Basterrechea. Cómo te han jodido. Pensaba que eras la esperanza de Lauros, pero te vas a quedar en nada.