Izaro


DE LOS primeros años infantiles en el colegio de Larrondo guardo el recuerdo mitad engreído y mitad vergonzoso de que yo era un verdadero malandrín que solo acataba una ley, la Ley de Mi Santa Voluntad, que consistía en pegar, insultar y tratar de imponerme a los demás niños de la forma que fuera. El único inconveniente de esta ley es que también la seguían otros niños:

–No te tengo miedo, payaso.

La que me hablaba así era Izaro, una chica altísima de Zamudio que rivalizaba conmigo en malas energías. Izaro se había hecho muy popular en tercero de EGB, cuando retó al profe Goyo en una de las exhibiciones de magia con la que nos deleitaba cada año. Consistía uno de los números de magia de este profesor en meterse la ceniza del cigarro en la boca sin quemarse, pero a Izaro esa demostración no le impresionaba:

–Bah, qué tontería, a mí tampoco me quema la ceniza.

Entonces el profe Goyo, herido en su orgullo y con el fin de darle un escarmiento, retó a Izaro a poner su dedo índice sobre la punta de su cigarrillo cargado de ceniza ardiente, sin imaginarse que iba a suceder lo increíble: a pesar de que colocó el cigarro en su dedo hasta en tres ocasiones, Izaro aguantó sin rechistar las posibles quemaduras, riéndose incluso, y el pobre profe Goyo, humillado ante la primera demostración de magia real de su vida, metió todos sus cachivaches en su maleta y nos dijo:

–Se acabó la magia por hoy.

Al terminar la clase, cuando el profesor se había ido, descubrimos que a Izaro le empezaban a aparecer en la yema del dedo las marcas de las quemaduras. No había hecho ninguna magia; sencillamente, como luego nos dijo, había apretado los dientes y se había aguantado las ganas de llorar. ¡Aquella chica estaba totalmente loca! Recuerdo que yo le tenía un miedo tremendo y cuando me retaba no me atrevía a pegarla no porque fuera chica, pues en aquel tiempo yo no me arredraba ante eso, sino por el puro temor a perder contra ella, pues era más alta que yo y no me temía. Pero nuestra enemistad verdadera comenzó por otros motivos, el día mensual de competición de la clase de geografía, en cuarto de EGB, cuando la hermana Cecilia hizo una pregunta sobre los mares al equipo del que ella formaba parte:

–Decidme tres mares que tengan nombre de color –preguntó la hermana Cecilia.
–El mar Blanco, el mar Negro y el mar Amarillo –respondió de inmediato ella, sin consultar con sus demás compañeras.
–Ah, jajajaja –interrumpí yo–, ¡mar Amarillo! ¡Tú eres más tonta que Abundio!

Abundio era el tipo imaginario al que solíamos recurrir para referirnos a la estupidez absoluta: se decía que Abundio vendió el coche para comprar la gasolina, vendió su oreja porque la tenía repetida, etc. Cuando grité aquello, toda la clase rompió a reír y el equipo de Izaro fue eliminado. Pero al día siguiente, para sorpresa mía, Izaro se presentó en clase con una vieja bola del mundo donde, en el lado asiático, justo entre China y Corea del Sur, ¡aparecía el mar Amarillo! Entonces la hermana Cecilia me castigó de rodillas con los brazos en cruz durante toda la clase, castigo totalmente injusto, porque yo no tenía la culpa de que tampoco ella, siendo nuestra profesora, supiera de la existencia del mar Amarillo. Izaro se mostró aquel día exultante, paladeando su triunfo, y, cuando estaba de rodillas cumpliendo mi castigo, pasó cerca de mí y me dijo al oído:

–Disfruta.

Así empezó una guerra entre nosotros: si ella decía algo en voz alta, yo la contestaba en medio de toda la clase; si lo hacía yo, me contestaba ella. Cuando comencé a jugar a campo-quemado, los dos nos teníamos en el punto de mira:

–¡Desgraciado! ¡Tiras a dar a la cara!
–¿Algún problema?

Cuando cumplí diez años sucedió algo que suavizó la imagen que tenía de Izaro, y es que vi a su madre pegándola. Su madre la recogía todas las tardes y se la llevaba en coche hasta Zamudio, donde vivían, pero una tarde bajó del coche muy enfadada y ¡plas!, le dio un tortazo en toda la cara:

–¡Una blusa nueva, recién comprada, y mira cómo la traes!

Aquella fue la primera vez que tuve un barrunto de solidaridad en favor de ella. Verla llorando por el cristal trasero del coche me hizo sentir raro. Al día siguiente, aunque seguí mofándome de ella, me di cuenta de que ya no era lo mismo. Ya no la odiaba. Poco a poco dejó de existir esa agresividad física entre nosotros y fue sustituyéndose por una competitividad extrema: parecía como si cada uno quisiera demostrarle al otro que era más inteligente, más creativo o más audaz. Un día Izaro vino a mí con cara de mucho secreto y me preguntó:

–¿Capital de Burundi?
–Bujumbura.
–¡Ostras! ¡Te la sabes!

Sí, claro que me la sabía. Izaro desconocía que yo era un niño muy solitario, sin ninguna persona de mi misma edad en Lauros, que mataba el tiempo copiando las matrículas de los coches que pasaban por la carretera, o aprendiéndome todas las capitales y banderas del mundo, o todos los estadios de fútbol de clubes europeos que participaban en la Copa de la Uefa, Recopa o Copa de Europa. De esa respuesta que le di y que la dejó anonadada saqué tanto provecho que empecé a llamarla Bujumbura:

–Como me sigas llamando Bujumbura te voy a empezar a llamar Anacleto, te lo advierto.
–Vale, Bujumbura. No te lo llamo más, Bujumbura. Lo siento, Bujumbura.
–¡Anacleto! ¡Anacleto! ¡Anacleto!

A partir de entonces reanudamos nuestra competición con las capitales, pero como ella también se sabía todas, lo que me hace pensar ahora que Izaro era también una colgada como yo (¿qué niños se saben la capital de Burundi con once años?), y era muy aburrido acertar todo el rato, pronto se nos ocurrió una idea genial: se trataba de unir las primeras letras de un país con las últimas del otro, de modo que sus capitales también serían híbridas.

–¿Capital de Italpaña?
–Romadrid.
–¿Capital de Argenusia?
–Buenoscú.
–¿Capital de Libiguay?
–Tripovideo.

Ella inventó también el cesto-quemado o mezcla de baloncesto con campo-quemado, que consistía, a la hora de jugar a menos-veintiuna, en que el tirador podía elegir entre lanzar a canasta o arrojar el balón contra su compañero. El problema del cesto-quemado es que te llevabas unos balonazos terribles con el balón de baloncesto, y comoquiera que el juego se popularizó y algunos niños de cursos inferiores terminaban llorosos y golpeados, las monjas lo prohibieron de inmediato y la superiora nos dijo:

–Mira que cuando os veo juntos empiezo a temblar. ¡Empiezo a temblar!

Por aquel entonces yo ya tenía trece o catorce años y ya me empezaba a dar cuenta de que me pasaba algo raro con esa chica, pero era demasiado burro para reconocerlo. Justo por aquel tiempo se presentó en clase con un vestido rojo de volantes, ella que siempre vestía casi como un chico, y me quedé desconcertado. Me pasé todo el día pensando en su vestido rojo y cuando llegué a casa seguía pensando en su vestido rojo, y me lavé las manos y el agua salía roja y las manos las tenía rojas y miré el reloj y eran las siete en rojo de la tarde… ¿Qué me estaba pasando?

Entonces llegó el viaje de fin de curso, que aquel año era la despedida definitiva, pues terminábamos la EGB. Fuimos a Calella, en Barcelona, y ocurrió que los responsables del hotel, aunque habían sido advertidos por las monjas de nuestro colegio de que en cada habitación debían inscribir aleatoriamente, con el propósito de evitar amiguismos y posibles embarazos, a dos chicos o dos chicas sin ninguna mixtura, se hicieron un lío con algunos nombres euskéricos de los alumnos, porque desconocían que algunos nombres vascos como Izaro o Itsaso, que terminan en –o, son en realidad nombres de chica, mientras que nombres como Jagoba o Aketza, que terminan en –a, son nombres de chico, e inscribieron en algunas habitaciones a un chico con una chica. Eso no lo iban a permitir las monjas de nuestro colegio, claro está, pero en la hora y media que duró el desarreglo, Izaro y yo estuvimos en la misma habitación porque, por azares del destino, la habían puesto a ella conmigo.

Recuerdo que ella llevaba un pantalón vaquero superceñido y yo estaba muy nervioso, pues seguía obligándome a pensar que solo era una chica y no una mujer. De pronto se me ocurrió decir algo gracioso y ella se rió y me dijo:

–¿Sabes? ¡Hay que ver lo que has cambiado! De pequeña te tenía un miedo tremendo.
–¿Miedo? No parecía que me lo tuvieras.
–Calla. Eras un demonio. Nos tratabas a todos como a trapos.
–¿Y ahora también me tienes miedo?
–¡Qué va! Ahora eres supermajo.
–Ah, menos mal.
–Oye, te puedo pedir una cosa.
–Dime.
–No me llames más Bujumbura, por favor.
–Vale.

Aquella fue la última conversación que tuve con ella, porque tanto durante aquel viaje como durante la última semana de clase traté de evitarla debido a que ya no podía seguir negándome que estaba enamorado de ella. Y eso, en el muchacho que era por aquel tiempo, constituía un error imperdonable, una debilidad vergonzosa que no me debía permitir y que me ponía en riesgo, pues estaba seguro de que si ella se enteraba se iba a reír de mí.

Ya no la vi más, pero se ha conservado fresca en mi recuerdo porque, desde entonces, casi todas las chicas con las que he estado han sido Izaro pero con otro nombre. Sí. La misma chica masculina, de esas que antes muerta que ponerse unos tacones, la misma chica de yo-te-paro-los-pies, la misma con la que amar se convierte en un pelear infantil por demostrar que yo-soy-más-que-tú:

–¿Capital de Suipal?
–Bermandú.
–¿Capital de Indogipto?
–Yacarairo.
–¿Capital de Polomalia?
–Varsodiscio.