Alfabeto total


DECÍA QUE el futbolista Julen Guerrero iba a tener una carrera meteorológica, que mi irascible hermana Raquel se ponía enseguida como un obelisco, que las millonarias de Neguri llevaban abrigos de bisonte, que los pobres dormían a la interperie o que le acercáramos la botella de aceite, pues la necesitaba para enderezar la ensalada. Su castellano era tan deficiente como el de los demás aldeanos, que en su mayoría solo asistieron a la escuela entre dos y cinco años, pero en mi padre el defecto se acrecía porque era de natural vanidoso y se arriesgaba a decir palabras difíciles que muchas veces lo dejaban en ridículo. Fue él quien me dio con la nebulosidad de los primeros momentos la noticia de la muerte de Lady Di:

–¡Cuidado! La tele ha dicho que Lady Di ha tenido un accidente y está en coma irresistible.

No era ninguno de estos, sin embargo, el trabucamiento suyo que mejor recuerdo, sino uno más garrafal que no habría pasado a mayores si no fuera porque lo repetía con una frecuencia inconveniente para sus intereses. Sucedía cada vez que veía algún asiático o africano famélico en los noticiarios televisivos, en una de las habituales hambrunas en Etiopía o la India. Entonces ponía cara de preocupación y siempre decía lo mismo, no fallaba:

–Son alfabetos totales. Pobres y alfabetos totales.

Alfabetos totales también eran los gitanos o los moros, o cualquier deportista extranjero que no fuera rubio o anglosajón, y en algunos casos hasta yo mismo. Cada vez que nos poníamos a discutir sobre política, en aquellas polémicas baldías donde intentaba convencerle de que la democracia actual era diferente a la dictadura franquista o de que los dirigentes de Herri Batasuna eran enemigos irreconciliables del Partido Popular, mientras él sostenía que todo era comedia y que en realidad franquistas y demócratas o batasunos y populares cenaban juntos y brindaban con champán en secreto, sucedía de pronto que cortaba la conversación y se abandonaba a uno de sus largos silencios, para después dirigirse a mí con mirada condescendiente, como si me estuviera perdonando la vida, y decirme:

–Te crees muy inteligente, pero en algunas cosas eres alfabeto total.

Tampoco tuve nunca posibilidad de corregirle y recalcarle que se dice analfabeto total, igual que se dice irreversible, aderezar, intemperie, visón, basilisco o meteórico, porque la autoridad de un padre en Lauros no se cuestionaba y menos en asuntos que podían resultar hirientes. Nunca fui su amigo y tampoco conocí en Lauros a ningún otro adolescente que mantuviera una relación de amistad con sus padres, como solía suceder a veces en Sondika o Derio o Mungia o Bilbao. Esa relación vertical y separadísima entre progenitores y vástagos había sido aún más firme en el pasado y daba lugar a vacíos e ignorancias imposibles de creer. Ni mi padre ni ninguno de sus seis hermanos y hermanas conocían, por ejemplo, el nombre de uno de sus abuelos muertos, ignorancia esta que no se corrigió hasta muy tarde, cuando mi tía Avelina fue al ayuntamiento y pidió las partidas de nacimiento.

–Pero aita, ¿cómo es que no sabéis el nombre de vuestro abuelo?
–Pues que no sabemos.
–¿No se lo preguntasteis alguna vez a vuestros padres?
–¡A los padres le íbamos a preguntar! ¡A los padres hay que tenerles respeto, no como vosotros!

Era de ver la cara de boniato que se nos quedaba a mis hermanas y a mí ante aquellas respuestas, lo mismo de mi padre que de nuestros tíos y tías, porque una cosa es preguntar a tu padre si se ha ido de putas o se ha masturbado alguna vez, y otra muy diferente pedirle serenamente y por la sola curiosidad o afán de conocimiento el nombre de uno de sus abuelos, pero ellos reaccionaban con igual furia de ménades, cómo se te ocurre, menudo genio tenían los difuntos padres, por menos de nada te arreaban un sopapo, vosotros sois unos niños mimados, etc. Con este detalle y otros como éste comencé a darme cuenta de que uno de los principales errores de aquellos aldeanos era la falta de curiosidad o el temor a preguntar a los demás, pues muchas de las ignorancias que padecían y de las que no tenían ninguna culpa se habrían podido remediar de haber sido más atrevidos.

Mi tío Hilario, por ejemplo, que me solía llevar en verano con mis hermanas a la playa de Gorliz, no nos permitía bañarnos después del desayuno hasta que hubieran transcurrido dos horas y media. Eran en vano las súplicas y las quejas:

–Los ténicos dicen que hay que esperar dos horas y media. Eso está escrito.

Digo ténicos porque mi tío y los laurotarras que yo conocí decían ténico en lugar de técnicos, como decían helicótero en vez de helicóptero, esato en vez de exacto, en el ato en vez de en el acto, o perfetamente en vez de perfectamente. A mí me daban igual sus deslices con el idioma, pues yo mismo cometo algunos y qué le vas a pedir a unos aldeanos que aprendieron el castellano tarde y poco y a golpes, pero me fastidiaba que otros niños llegaran a la playa más tarde y se metieran al agua de inmediato o después de transcurrida una sola hora, por el mero hecho de que los ténicos a los que habían leído o escuchado sus padres eran distintos o más flexibles que los de mi tío.

Tampoco estaban más enterados en otras cuestiones. Cuando comencé a interesarme por el pasado de Loiu, descubrí que mi pueblo tenía como mínimo más de cuatrocientos años de historia, al punto de que había disfrutado hasta de fiel con asiento y voto, el número 43, en las Juntas de Guernica, y que mi propio caserío Astobieta aparecía como un monumento artístico con entramado que databa del siglo XVII. La misma iglesia de San Pedro partía de una edificación medieval del siglo XII, y eso eran palabras mayores. Cuando me sentí obligado a comunicar estos descubrimientos, me encontré con que mi padre y muchos de mis familiares o aldeanos de Lauros se resistían a reconocerlo.

–¿Ochocientos años la iglesia de Loiu? Imposible.
–Que sí, ochocientos o más, viene en la página web del ayuntamiento de Loiu.
–¿En la página qué?
–Da igual, aita.

No sabían los años aproximados de cada caserío y no albergaban ni la menor idea de lo que había sucedido antes de la Guerra Civil; no sabían nada del año 98, o de las carlistadas, y mucho menos de la invasión francesa: su memoria se remitía a la segunda mitad del siglo XX y se ceñía sobre todo a Lauros, un poco de Loiu y otro poco del Txorierri. De ellos aprendí la gran mentira de los grandes relatos y de ellos me viene el odio y náusea contra la historia, náusea que no me ha remitido. Comprendí por aquellos aldeanos y por los del pueblo burgalés de Tobes y Rahedo que lo peor de la Historia de España o la Historia de Euskadi o cualquier otra historia no es que estén concebidas para justificar y calafatear la hora y el ordenamiento presentes: lo peor es que solo son la historia de las élites contada por las propias élites e impuesta al resto de la población por el mero interés de esas élites. Lo que ocurre en las zonas rurales del mundo, allí donde ha vivido el 90% de la humanidad, es que nunca pasa nada: nadie va a las guerras, nadie jura ante el árbol de Guernika, nadie pasa su cabeza por la guillotina, nadie participa en Farsalia, nadie navega con la Armada Invencible, nadie ve incendiarse la biblioteca de Alejandría y nadie está bajo el mando de Zumalacarregui. Hasta puede ocurrir que ni siquiera sepan los nombres de alguno de sus abuelos. Son las élites de la ciudad y los individuos mejor situados de cada pueblo los que dan velocidad y depredación al mundo, pero fuera de esa fina película de hazañas, libros y monumentos existen grandes masas anónimas que tratan simplemente de sobrevivir, que no conocen la historia e incluso la rechazan, como mi padre:

–Imposible porque los vascos vivían en cuevas hasta hace doscientos años. Así me lo dejaron dicho.

Ya les podías tirar a la cabeza los libros de Barandiaran o Caro Baroja o la página web del ayuntamiento de Loiu, que era inútil: ni mi padre ni aquellos aldeanos estaban dispuestos a admitir una historia tan recorrida y compleja. Los vascos venían de muy lejos, en eso estaban de acuerdo, pero habían vivido siempre durmiendo sobre piedra y cazando jabalíes. Ante cualquier idea contraria experimentaban rechazo, y me refiero a rechazo físico: eso lo pude comprobar cuando le enseñé a mi padre noticias de los diarios sobre yacimientos romanos en Vizcaya, y noté que no solo lo negaba sino que experimentaba un añadido de incomodidad y hasta de furia. No había manera: su esquema mental no estaba preparado para creerse la existencia de una civilización sofisticada con dos mil años de historia. Eso podía haber pasado en otros lugares, decía, pero no en Vizcaya.

Lo curioso es que tanto mi padre como aquellos aldeanos, que gustaban de no reconocer sus ignorancias, eran en cambio muy conscientes de las carencias de otros, en especial las de sus padres y abuelos. Cuando nos referían los escasísimos recuerdos sobre sus ancestros, que solían transmitirnos en tono de respeto reverencial, a veces se les solía escapar la misma frase:

–Los difuntos padres eran ignorantes terribles, pero...

“Ignorantes terribles”. Y eso lo decían ellos, que pensaban mayoritariamente que ETA y el Rey eran socios, o negaban que el hombre hubiera llegado a la luna, o sostenían contra todas las evidencias que los vascos habían pasado de Santimamiñe al Guggenheim en solo doscientos años. Se creían unos licurgos sensacionales por el mero hecho de contar con radio, coche o televisión, haber ido a la escuela unos años y saber castellano, elementos todos que sus padres y abuelos desconocieron. No había modo de hacerle cambiar de opinión a ninguno de ellos y menos a mi padre, sobre todo a mi padre:

–Mucho libro y mucha escuela –me insistía, erre que erre–, pero dices cosas de alfabeto total.