Porque te amo tanto no quiero cambiarte


TODO PARECÍA marchar con seda y violines la primera vez que Iratxe llegó a Astobieta, la noche en que fui la piel y hueso de los comentarios de mi familia por la razón de que era la primera novia que se me conocía, mira qué guapa es, qué callado se lo tenía, etc., y ya nos encontrábamos en los postres tras una velada algodona en que Iratxe se había mostrado todo lo formal que realmente era, cuando, a cuenta de no sé qué miga de tontería o rabo de lagartija que le dije, de pronto se metió con lentitud los dedos en su melena, indicio indudable de que iba a comportarse todo lo informal que también era, y soltó con su habitual chulería, delante de mi padre, delante de mi madre, delante de mis hermanas:

–Ten cuidado, que he visto demasiadas pollas en mi vida para ser una mujer honrada.

Iratxe era tigretruena, tiburona, demasiada, como una extraña abeja que hubiera desarrollado aguijones de repuesto, pero también podía ser todo lo contrario. Era capaz de caminar por la calle Hurtado de Amézaga de Bilbao, borracha perdida, mientras iba rompiendo a patadas todos los retrovisores de los coches que iba encontrando, y, en cambio, justo una semana después, cuando el profesor de Sociología de la Universidad de Leioa nos comunicaba que secundaría la huelga de la jornada siguiente, ante la algarabía de todos nosotros, siempre deseosos de librarnos de las clases, esa misma chica levantaba la mano y, después de hacer hueco en los pulmones, le decía muy firme delante de toda la clase:

–Usted sabrá lo que hace. Yo he pagado mi matrícula para recibir clases y mañana voy a estar aquí para que cumpla con su responsabilidad.

Ya desde el primer año me sorprendió la facilidad con que me insultaba o me deseaba la muerte cuando nos enfadábamos, que era muy a menudo y casi siempre por tonterías, pero igual de sorprendente era su intensidad a la hora de quererme. No llevábamos ni tres meses viviendo juntos cuando me la encontré en casa llorando sin ninguna razón aparente, episodio que solía repetirse tres o cuatro veces cada año, y al preguntarle por la razón de sus lágrimas, me respondió que tenía miedo de que me muriera antes que ella:

–Pero Iratxe –le consolaba yo–, soy joven y no estoy enfermo ni trabajo en nada peligroso. No entiendo por qué me iba a morir de repente.
–Ya lo sé, pero da igual. Si soy yo la que se muere antes, sé que tú vas a poder continuar, pero si eres tú el que se muere antes, yo no voy a poder.

Tenía tanto miedo a mi muerte prematura que para calmarla le conté el mito griego de Filemón y Baucis, aquellos dos ancianos que, cuando Zeus les concedió un deseo, desdeñaron cualquier riqueza y solo pidieron morir juntos. Y ella se entusiasmó tanto con este mito que enseguida repartimos los papeles, ella Baucis y yo Filemón, y comenzamos a bromear sobre este asunto. Si veíamos por la tele que algún Boeing siniestraba y no había supervivientes, lamentábamos inmediatamente no haber ido en ese avión, y lo mismo no haber estado en el Challenger cuando estalló o en las Torres Gemelas el día que se cayeron. Pero las mejores de estas atrocidades eran las que fantaseábamos por la calle:

–Iratxe, a que no tienes ovarios para tirarte conmigo desde este puente.
–A que sí.
–Vale. Pero primero vamos a tomarnos unas cañas para celebrarlo.
–Vamos.

Ella fue la primera persona a la que pude contar mi vida en todos sus detalles, sin ningún secreto, pues hasta entonces nunca tuve un amigo y la relación con mis hermanas era de mucha lejanía. Castrado emocional como fui hasta entonces, siempre asustado ante todo, Iratxe fue la que me hizo descubrir y extender mi yo. Empecé a contarle cosas mías con mucho miedo, pero, viendo que no me rechazaba sino que le encantaba mi mundo interior, empecé a gustarme detallándole y hasta exagerándole mis defectos, o entrando en terrenos negros de mi biografía como el alcoholismo de mi padre, el día en que le pegué a mi madre, o el rechazo que nos hacía el Partido en Lauros. También ella fue la primera persona a la que le conté que soy travesti ocasional desde los diez años de edad y, aunque nunca le permití que me viera vestido de mujer, ella solía ir a la parte B de mi armario, allí donde guardo mi ropa de travesti, y se empezaba a reír ante lo que llamaba “mi pésimo gusto al elegir ropa de mujer” o, ya desternillada de la risa, volvía a la sala con alguno de mis zapatos de tacón y, con ellos en alto, me decía:

–¡Pero Alberto, vamos a ver!!! ¿Eres capaz de salir a la calle subido aquí? ¡Joder, que yo me caigo y me rompo todos los piños si camino tres pasos con esto!

Con ella descubrí el sexo. Hasta entonces me había ido pasando con la masturbación, pues en Lauros no había chicas de mi edad, no teníamos autobús y por tanto no podía ir a Mungia, que era el lugar donde iban de fiesta los jóvenes de los alrededores. Aparte de esto, había sufrido una educación ultracatólica de miedo a los cuerpos desnudos y asco por el acto sexual, que me parecía algo sórdido. Pero con el descubrimiento del sexo vino lo más escandaloso: ¡éramos exhibicionistas! Nos encantaba hacerlo en cualquier sitio, en la calle, en las plazas, en los bares, sin importar la gente e incluso deseando que la hubiera. Recuerdo nuestros primeros tres años como una locura de lágrimas, alcohol y semen, saliendo con la Nissan Vanette de mis padres por la autopista A-8, arriesgando nuestras vidas, desnudos y borrachos y totalmente locos:

–¿A que no tienes lo que hay que tener para lanzar la Vanette contra la mediana? –me gritaba en broma. 
–No, Iratxe, que igual nos quedamos solo parapléjicos.
–¡Cobarde! ¡Eres un puto gallina!

Pero ya empezaban los primeros problemas graves entre nosotros, porque ella era como una tormenta dentro de la tormenta, y yo tampoco tengo paciencia para nada. A la mínima me insultaba, o me dejaba porque decía que no le hacía ni caso, o incluso nos abandonábamos en plena madrugada sin preguntar al otro si tenía dinero para un taxi, o llevaba las llaves de casa, o nada. Y en las discusiones yo soy un bicho de muy mala ralea, de esos a quienes enseguida les sale la prepotencia y se convierten en seres muy repelentes, como el día en que le dije con una naranja en la mano:

–¿Ves esta naranja, Iratxe? Aquí está la diferencia que hay entre tú y yo. Dentro de esta naranja yo puedo ver submarinos, metralletas, gatos persas o bolígrafos de colores ¿entiendes? Tú, en cambio, solo puedes ver pulpa de naranja. De nada te ha servido tener padres perfectos, idiomas, clases particulares, una vida regalada y la comida en la boca, porque solo puedes ver pulpa de naranja. ¡Yo veo dentro lo que me da la gana porque soy un creador, tú en cambio solo puedes ver pulpa de naranja!
–¡Ojalá te mueras! –me contestaba ella–, ¡O-ja-lá-te-mue-ras! ¿Ves esta carita que te está hablando? ¡Mírala bien y memorízala, porque hoy es el último día que la vas a ver!

Era una mujer que gritaba de una manera tan aguda que cada uno de sus gritos se te metía dentro del cuerpo y no lo sacabas hasta segundos más tarde, gritos tan penetrantes que parece todavía más asombroso que jamás le viera con ronquera en los diecisiete años que pasé con ella. Tampoco pedía perdón jamás por nada, salvo las veces que se las ingeniaba para hacerlo de forma conjunta:

–Alberto, esto se tiene que acabar. Los dos sabemos que somos la persona más importante en la vida del otro y tenemos que controlarnos. No deberíamos desearnos la muerte jamás.
–Ah, eso sí que no, Iratxe. Yo jamás te he deseado la muerte, eso lo haces tú.
–¡Ya empiezas, Alberto! ¡El asunto no es quién lo haya hecho, el asunto es que no deberíamos hacerlo nunca más, ni tú ni yo!

Mi padre la adoraba. Participante hasta entonces del estereotipo de que “los de Bilbao” eran vagos y ultrafinos, se quedaba pasmado ante la laboriosidad de Iratxe, que venía a Astobieta y me ayudaba a atar tomates, plantar puerros, sembrar patatas o cualquier otra tarea. En cuanto al “defecto” del que se le acusaba, el de su mal genio, a mi padre le parecía virtud:

–Una mujer tiene que ser así. Si no tiene temperamento, mejor una vaca.

En Madrid comenzó a dejarme con más continuidad, pero necesitó hacerlo nueve veces para lograr su objetivo. Y no es que me dejara en broma sino muy en serio, al punto de que en una ocasión se fue a vivir durante siete meses a Carabanchel Bajo, pero cada vez que nos veíamos notaba enseguida que seguía imperando sobre ella, que seguía “poniéndole” físicamente, y en cambio la última vez que me dejó supe que era la definitiva porque me trataba con una lejanía física y frialdad desconocidas. Ya no había nada que hacer. Ella quería ser mi amiga y que siguiéramos viéndonos, pero a mí eso me parecía imposible. ¿Yo amigo de Iratxe? ¿Después de una relación de pólvora, comenzar una de fogueo? Como le dije que había decidido no volver a verla nunca más, hizo algo muy propio de su carácter: me envió un mensaje de correo con una sola palabra, “HIJODEPUTA”. Esa fue la última noticia que tuve de ella. 

Todavía hoy, doce años después de que me dejara, me gusta abrir el portátil y buscar en mi correo ese mensaje, HIJODEPUTA, y ponerlo a cuerpo gigante en la pantalla mientras abro una botella de vino. Y me lo paso muy bien bebiendo mientras voy recordándola, porque ya no me amargo como antes por haberla perdido, sino que me alegro de haber pasado con ella diecisiete años. Qué mujer, de verdad, es que con ella los dioses rompieron todos los moldes. Hasta me atrevo a decir que toda esta calamidad que es el ser humano, con sus guerras, saqueos y destrucciones, queda justificada si es capaz de producir ejemplares como ella. Era pura verdad, pura naturalidad y pura intensidad en todo lo que hacía. Era una mujer pasmosa.

–¿Ves aquella apisonadora, Alberto?
–Sí.
–¿A que no tienes cojones, después de las cañas, de poner conmigo tu cabecita debajo de ella?
–A que sí.