–Iratxe, tengo que contarte una cosa.
–Dime.
–Que me visto de mujer.
–¿Cómo que te vistes de mujer?
–Pues que me visto de mujer.
–¿Pero en carnavales o así, por fetichismo?
–No, porque lo necesito.
–¿Cómo que lo necesitas?
A los diez años de edad me sucedió por vez primera uno de los escándalos de mi vida, motivo entonces de vergüenza y delicia a partes iguales: yo, que soy el único hombre entre tres hermanas y llevaba metida en la almendra de mi cerebro que debía ser el tabique y búfalo de mi familia; yo, educado para macho férreo y perfecto de Astobieta y gloria masculina de los Basterrechea, de pronto me levanté de la cama y, como poseído por el trueno, fui al armario de mis hermanas, saqué una falda roja y me la puse.
–Pero…, ¿tus hermanas y tu madre no te pillaron nunca?
–No lo sé, Iratxe, espero que no.
Así comenzó mi historia de travesti o la necesidad que tenía de vestirme de mujer con una periodicidad de una o dos veces cada mes, como si mi cuerpo llevara un reloj biológico que estableciera el momento en que el hombre que soy deja paso a la mujer que también forma parte de mí. Me sucedía entonces que acudía al armario de mis hermanas, convertido ahora en mi cofre del tesoro, e iba probándome sus ropas mientras me miraba al espejo y componía posturas glamourosas vistas en las actrices o modelos más despampanantes, tipo Claudia Schiffer, Naomi Campbell, Monica Bellucci o Kim Bassinger, con una excitación creciente que terminaba en una o varias masturbaciones. Pero una vez que me había masturbado venía lo malo: entonces regresaba de inmediato mi hombre, que ya no era el de antes sino un hombre avergonzado y culpable. Acudían con el dedo acusador todos mis años de educación supercatólica y mundo ultramachista, de modo que me ponía a imaginar los ceños fruncidos de mis familiares, sobre todo el de ellas, pues eran mujeres las únicas personas que se preocupaban por mí en Lauros y habían sido sobre todo mis tías las que desde muy pequeño me habían recalcado que yo tenía la misión de "extender el apellido Basterrechea”, pues mis hijos lo llevarían en primera posición y los de mis hermanas no. Acudía a mí sobre todo una frase-martinete de mi tía Casilda, que me solía llevar a un lugar aparte para subrayarme lo importante de que hubiera “al menos un hombre” en Astobieta:
–Alberto, hasta las vacas duermen mejor si hay varón en el caserío.
Aquellas mis primeras andanzas de travesti terminaban siempre en un martilleo de autoflagelaciones: ¿Qué estás haciendo, Alberto? ¿Por qué te vistes de mujer? ¿Es que eres gay? ¿Y por qué entonces solo te gustan las chicas? ¿O es que crees que te gustan las chicas pero te estás engañando y cedes al qué dirán? Con este tipo de sospechas sobre mí mismo me mantuve en vilo hasta los dieciocho o diecinueve años, cuando por casualidad leí unas líneas que me calmaron mucho. Por aquel entonces había empezado a aficionarme a las columnas de Francisco Umbral en el diario El Mundo, hasta el punto de que acudía a la hemeroteca de la universidad para fotocopiar sus artículos, y un día descubrí una entrevista que el propio Umbral le hacía a Camilo José Cela. En ella Cela hablaba de los travestís o travestistas, que así los llamaba él, y le decía algo como esto:
–Pero cuidado, Paco, que existen muchos travestís heterosexuales. Napoleón Bonaparte fue uno de ellos, por ejemplo.
Aquello me animó mucho: ¿cómo que Napoleón fue travesti? Hasta entonces yo daba por hecho que los travestis solo podían ser homosexuales y ni siquiera sabía la diferencia entre un travesti y un transexual. Pero aquella buena noticia empequeñeció ante otra mucho mejor: Iratxe no le daba ninguna importancia a mi travestismo. Incluso le divertía:
–¿Pero cómo consigues caminar sin caerte con unos tacones de aguja de doce centímetros?
–Nunca dudes de mi talento, Iratxe.
Cuando llegué a Madrid pude leer libros o artículos en Internet sobre el tema y descubrí que existían muchos casos como el mío en todo el mundo, casos de hombres con doble identidad que necesitan vestirse de mujer de vez en cuando, con frecuencias dispares y características distintas en cada caso, aunque los expertos no se ponían de acuerdo: mientras la mayoría de los expertos cristianos o conservadores consideran que padecemos una enfermedad mental y que lo nuestro linda con la homosexualidad, los progresistas sostienen que es una inclinación natural y que entra dentro de la heterosexualidad. Hasta he leído que somos un tercer sexo. Pero lo más asombroso es que todos coinciden en señalar un rasgo común: la mayoría de los travestis tuvieron un padre ausente o muerto o con el que se llevaban mal de pequeños. O sea como yo. Hasta en esto tenía que aparecer mi padre.
–¿Pero por qué dices que no lo haces queriendo?
–Porque no lo hago, Iratxe. Es otra persona la que se apodera de mí. Otra persona que también soy yo, pero no la persona que está hablando ahora contigo.
Es un caso de doble identidad. Cada vez que me llega la furia travesti mi cuerpo se endurece y mi mente cambia hasta el extremo de que me siento verdaderamente una diva, una mujer bellísima y glamourosa, cuando lo que realmente está sucediendo, por mucho que con los años y la práctica haya mejorado en mis transformismos, es que soy un hombre disfrazado de mujer, un tipo que no sabe pintarse ni depilarse ni vestirse de mujer, que va con una peluca de quince euros comprada en los chinos, con la nuez en el cuello de un hombre, los hombros anchos de un hombre, las piernas y los brazos que tengo yo, y lo feo que soy. También me ocurre que me infantilizo y tremendizo: cada vez que salgo a la calle me gusta acudir a peluquerías femeninas, tiendas de ropa o bares regentados por mujeres, y cuando entablo conversación con ellas les suelo contar unas historias increíbles, todas rocambolescas, inmorales y falsas, que se acercan o incurren de continuo en el puterío, historias que también me invento cuando hablo con chicas por WhatsApp, a las que pido que me llamen Jennifer, Vanessa o maricón, solo por el placer de asombrarlas o escandalizarlas o hacerlas reír.
–¿Pero disfrutas cuando estás vestido de mujer?
–Claro que disfruto, Iratxe, porque cuando me travisto y salgo a la calle me da igual la opinión del resto. Normas, costumbres y conveniencias se van al cubo de la basura y me convierto en un ser fuera de la sociedad. Y siento el placer de sentir mi cuerpo.
–¿Tu cuerpo?
–Sí. Cuando me siento hombre no me fijo en cómo camino ni en cómo pongo las manos ni en los gestos que hago. En cambio, apenas me pinto los labios o me pongo unos tacones, mi cuerpo se enciende, mi culo se vuelve rítmico y puedo sentir hasta el último poro de mi piel.
Recuerdo cómo rechazaba durante los primeros años estas inclinaciones mías, hasta el extremo de tirar la ropa y jurarme en vano no volverlo a hacerlo nunca más. ¡Todo el mundo me estaba exigiendo que fuera un macho alfa y yo travistiéndome! Por otra parte, nunca había conocido en Lauros o en los alrededores a ninguna persona que fuera homosexual o lesbiana, mucho menos travesti, detalle éste que me hace pensar ahora en la falta de libertad del lugar en el que pasé los treinta primeros años de mi vida, y empecé a creer que yo era el colmo de la degeneración.
–Eso de que no hayas conocido un solo gay en los caseríos no me lo creo, Alberto.
–Te lo juro, Iratxe, haberlos claro que los habrá, pero yo no he conocido ninguno ni como rumor. La propia palabra “maricón” no existe, o al menos yo jamás se la he oído decir a ningún aldeano, eso es algo de ciudad que en Lauros ni siquiera se concibe.
En Lauros todo estaba diseñado para señalar las diferencias entre los hombres y las mujeres. Mi padre y yo hacíamos los trabajos de fuerza (cortar la hierba, ordeñar las vacas, sacar la basura de la cuadra, arreglar los grifos, cavar los surcos con la azada) y mi madre y mis hermanas hacían los de casa (lavar la ropa, planchar, cocinar, limpiar, hacer las camas). En la ermita de San Miguel, los hombres y las mujeres se sentaban en bancos separados, las mujeres a la izquierda, los hombres a la derecha, para recibir misa, y en mi colegio de Larrondo no solo nos sentábamos por separado en las aulas sino que había patio de chicos y de chicas para que jugáramos aislados. Incluso cuando comencé a jugar a campo-quemado en mi colegio, deporte estrictamente femenino, aprovechando que me permitían permanecer las mañanas de invierno en el patio de chicas, que era el único que tenía un hall con calefacción, a las chicas les pareció muy bien al principio, pero cuando gané la medalla de oro en el Día de la Familia a algunas ya no les gustó tanto e hicieron triunfar una reclamación ante el jurado:
–Alberto Basterrechea, pase a devolver la medalla de oro que ha logrado en campo-quemado, porque es un deporte que no le corresponde.
Afortunadamente con ninguna de las cinco mujeres con las que he salido en mi vida he tenido problemas con este asunto, que me parece pertinente contarles desde el minuto uno, y este detalle me ha ayudado a aceptar y defender mi parte femenina, de forma que al llegar a Madrid, además de ponerme neorrabioso, que es mi nombre de gato, me puse también Batania, que es mi nombre de gata. Ahora me es fácil decir esto porque ya he aprendido que las dicotomías hombre/mujer o heterosexual/homosexual, planteadas como cajas cerradas, a la manera de pobre del que se meta un solo centímetro en la otra caja, constituyen una de las mayores aberraciones de nuestra sociedad, un engaño gigantesco fabricado por los fanáticos y mediocres de siempre para destruir a las personas diferentes, entre las que se encuentran algunas de las que cuentan con más energía, imaginación y curiosidad. Pero entonces no. Entonces no lo sabía y ansiaba ser a toda costa el macho-macho que se me pedía. Y enseguida me venía a la cabeza como un reproche la frase de las vacas de mi tía Casilda.
Sucedió además una coincidencia muy curiosa. Justo cuando comencé a travestirme, allá por el año 1984, se anunció que España iba a entrar en el Mercado Común europeo y la empresa láctea RAM, cuyo camión llegaba todos los días a Astobieta, notificó que a partir de enero de 1986 ya no iba a recoger la leche de los caseríos que produjeran menos de cien litros, pues así lo obligaban las nuevas directrices comunitarias. Entonces mi padre empezó a plantearse quitar las vacas, como finalmente sucedió, porque cada vez les costaba más llegar a esa cifra de leche. Mi padre decía siempre que las vacas eran los animales más sensibles que existen, capaces de dar cinco o seis litros menos de un día para otro solo por “un pequeño disgusto”, y por eso me pedía de continuo que no las golpeara con el palo. Y yo, diez años por entonces, comencé a hacerme un lío tremendo entre mi reciente travestismo, la entrada de España en el Mercado Común, la sensibilidad de las vacas y la frase de mi tía Casilda, todo ello junto, y empecé a pensar que nuestras vacas no daban leche suficiente porque ya no dormían bien, las vacas de nuestro caserío habían empezado a desvelarse y hasta sufrían pesadillas porque el único hijo varón de Nicasio, el llamado a ser la leyenda macho de Astobieta, andaba revolviendo en los armarios para probarse las faldas de sus hermanas.